Page 48 - El camino de Wigan Pier
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decentes,  pero  es  muy  triste  que,  debido  a  la  peculiar  forma  de  hacer  de  nuestro
           tiempo, se considere también necesario robarles los últimos vestigios de su libertad.
           La gente de las urbanizaciones siente esto, y es este sentimiento el que racionalizan
           cuando se quejan de que sus casas nuevas —mucho mejores, en tanto que casas, que

           las que tenían antes— son frías, incómodas y poco acogedoras.
               A veces pienso que el precio de la libertad no es tanto la eterna vigilancia como la
           eterna  suciedad.  Hay  algunas  urbanizaciones  municipales  en  que  los  nuevos
           inquilinos son sistemáticamente despiojados antes de permitírseles entrar en su nueva

           casa. Todas sus posesiones, excepto lo que llevan puesto, son requisadas, fumigadas y
           enviadas a la nueva vivienda. Esta medida es necesaria, pues indudablemente sería
           una lástima introducir chinches en una casa nueva y flamante (los chinches viajan en
           el equipaje de uno a poca ocasión que se les dé), pero es una de esas cosas que le

           hacen  desear  a  uno  que  la  palabra  «higiene»  fuese  borrada  del  diccionario.  Las
           chinches son malas, pero un estado de cosas en el que los hombres se dejan despiojar
           como los corderos es aún peor. Pero, tratándose de la resolución de un problema tan
           grave, quizá se deba aceptar un cierto grado de limitaciones y de inhumanidad. Con

           todos los inconvenientes, lo esencial es que la gente viva en casas decentes y no en
           pocilgas. He visto demasiados barrios pobres para caer en éxtasis a lo Chesterton ante
           ellos. Un lugar donde los niños puedan respirar aire puro y donde las mujeres tengan
           alguna comodidad que les evite caer en el agotamiento forzosamente será mejor que

           las apestosas callejuelas de Leeds y Sheffield. Las urbanizaciones municipales son
           mejores que los barrios, pero sólo por un pequeño margen.
               Para  informarme  sobre  la  cuestión  de  la  vivienda,  visité  y  examiné  una  gran
           cantidad de casas, quizá cien o doscientas, en varias ciudades y pueblos mineros. No

           puedo dar fin a este capítulo sin hacer notar la extraordinaria cortesía y amabilidad
           con que fui recibido en todas ellas.
               Es verdad que no me presenté solo —en cada población encontré algún amigo,

           también desempleado, que me acompañó—, pero así y todo no es muy delicado meter
           la nariz en casa de unos desconocidos y pedirles que le enseñen a uno las grietas de la
           pared  del  dormitorio.  Pero  todo  el  mundo  se  mostró  asombrosamente  paciente,  y
           entendían en seguida por qué les hacía todas aquellas preguntas y lo que quería ver.
           Si una persona no autorizada entrase en mi casa y comenzase a preguntarme si hay

           goteras  en  el  techo,  si  me  molestan  mucho  los  chinches  y  lo  que  pienso  del
           propietario, seguramente le mandaría al diablo. Esto sólo me ocurrió a mí una vez; la
           mujer en cuestión era medio sorda y me tomó por un confidente de la Inspección de

           Recursos. Pero al cabo de un rato se calmó y me dio la información que deseaba.
               Sé que no se juzga correcto que un escritor cite las críticas que se le han hecho,
           pero  quiero  responder  aquí  a  un  crítico  del  Manchester  Guardian  que  dice,  a
           propósito de un libro mío:
               «Incluso  en  Wigan  o  Whitechapel,  el  señor  Orwell  ejercitaría  su  infalible

           capacidad  de  cerrar  los  ojos  a  todo  lo  bueno  con  el  fin  de  proseguir  su  afanoso



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