Page 42 - El camino de Wigan Pier
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frío que es preciso tener encendidas las cocinas día y noche, y las ventanas, inútil
decirlo, no se abren nunca. El agua se obtiene de una fuente común a toda la colonia;
algunos de sus habitantes tienen que caminar ciento cincuenta o doscientos metros
para cada cubo de agua. No hay instalación sanitaria alguna. La mayoría de los
vecinos se han construido, a modo de retrete, una pequeña cabaña en el reducido
trozo de terreno que rodea su vivienda, y, una vez por semana, cavan un hoyo y
entierran en él los excrementos. Toda la gente que vi en estos lugares, especialmente
los niños, iban increíblemente sucios, y además estoy seguro de que tenían piojos. Es
imposible que fuese de otro modo. Una idea que me asaltó mientras iba de chabola en
chabola fue: ¿Qué debe de ocurrir en estos angostos interiores cuando alguien muere?
Pero, naturalmente, preguntas así no le gusta a uno hacerlas en voz alta.
Alguna de esta gente han vivido en sus carros y autobuses durante muchos años.
Los ayuntamientos hablan de acabar con las colonias de chabolas y construir casas
para sus moradores, pero las casas no se construyen y las chabolas siguen en su lugar.
La mayor parte de las personas con quienes hablé habían perdido ya la esperanza de
conseguir algún día una vivienda decente. Todos ellos estaban sin trabajo; trabajo y
casa les parecían dos cosas igualmente remotas e inaccesibles. Algunos parecían
indiferentes ante esta situación; otros se daban cuenta claramente de la degradación
que sufrían. Un día observé de cerca la cara de una mujer, una cara agotada y
cadavérica, cuya mirada expresaba un intolerable dolor y humillación. Adiviné que,
viviendo en aquella pocilga, luchando por mantener limpia a su numerosa prole, se
sentía como me sentiría yo hundido en un montón de estiércol. Hay que tener en
cuenta que esta gente no son gitanos; son ingleses civilizados que, a excepción de los
niños nacidos ya en las chabolas, tuvieron en tiempos un hogar decente. Además, sus
carros son mucho peores que los de los gitanos, y no tienen la gran ventaja que
representa el cambio constante de terreno. Sin duda, hay aún gente de la clase media
que piensan que a las clases bajas estas cosas no les importan, y que dan por
supuesto, al pasar en el tren junto a una de estas colonias, que sus moradores viven
allí porque quieren. Ahora ya no discuto nunca con este tipo de personas; pero vale la
pena señalar que los habitantes de estas chabolas ni siquiera ahorran dinero por el
hecho de vivir en ellas, pues pagan, más o menos, los mismos alquileres que pagarían
por casas normales. Ninguno de los alquileres de los que tuve noticia bajaba de los
cinco chelines semanales (¡cinco chelines por diez metros cúbicos de espacio!), y
algunos llegaban a los diez. Alguien debe de sacar sus buenos dineros de estas
chabolas. Es evidente, pues, que el hecho de que sigan existiendo no se debe
directamente a la pobreza sino a la escasez de viviendas.
Hablando una vez con un minero, le pregunté cuándo se había hecho grave en su
distrito el problema de la vivienda. «Cuando nos empezaron a hablar de él», me
respondió. Quería decir con esto que, hasta aquel momento, las aspiraciones de la
gente eran tan limitadas que daban casi por descontado cualquier grado de
hacinamiento. Añadió que, cuando él era niño, los once miembros de su familia
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