Page 40 - El camino de Wigan Pier
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sala de estar, casi sin muebles, de una casa en un pequeño pueblo minero, donde toda
           la familia estaba sin trabajo y todos parecían subalimentados; el grupo de hijos e hijas
           mayores sentados sin hacer nada, todos muy parecidos entre sí, con su cabello rojo,
           sus  hermosas  figuras  y  sus  caras  enflaquecidas,  marcadas  por  la  desnutrición  y  la

           inactividad;  y  uno  de  los  hijos,  un  muchacho  alto,  sentado  junto  a  la  chimenea,
           quitándose lentamente un mugriento calcetín, demasiado apático incluso para advertir
           la  entrada  de  un  extraño.  Y  una  siniestra  habitación,  en  Wigan,  cuyos  muebles
           estaban  hechos  de  cajones  y  duelas  de  barril,  donde  una  anciana  con  el  cuello

           ennegrecido y el cabello colgante decía pestes del casero con su acento, mezcla de
           irlandés  y  de  Lancashire,  mientras  su  madre,  que  contaba  más  de  noventa  años,
           sentada  en  un  rincón,  en  un  barril  que  le  servía  de  retrete,  nos  miraba
           inexpresivamente  con  su  cara  amarilla,  marcada  por  el  cretinismo.  Podría  llenar

           muchas páginas con recuerdos como éstos.
               Es cierto que la sordidez de las casas de esta gente es en algunos casos culpa
           suya. Aunque se viva en una casa «detrás con detrás», aunque se tengan cuatro hijos
           y se cobren del P.A.C. treinta y dos chelines y seis peniques a la semana, no hay

           ninguna necesidad de tener orinales sin vaciar en la sala. Pero también es cierto que
           las  circunstancias  en  que  viven  no  son  para  fomentar  el  propio  respeto.  El  factor
           determinante es probablemente el número de hijos. De las casas que vi, las mejor
           cuidadas eran aquéllas donde no había niños o había sólo uno o dos. Con seis niños

           en una casa de tres habitaciones, es imposible tener nada limpio. Una cosa a subrayar
           es que las señales más claras de pobreza no están nunca en el piso de abajo, en la
           sala-cocina. Se puede visitar un buen número de casas, incluso de las más pobres, y
           llevarse una impresión equivocada, pensar que esta gente no puede ser tan pobre sí

           aún poseen un cierto número de muebles y algo de vajilla. Pero es en los dormitorios
           del piso superior donde realmente se ve toda la desolación de la pobreza. No sé si
           esto ocurre porque el amor propio hace que las familias se aferren hasta el final a los

           muebles de la sala o porque la ropa de cama es más fácil de empeñar. El caso es que
           muchos  dormitorios  que  vi  eran  realmente  miserables.  Entre  las  familias  que  han
           estado sin trabajo durante varios años consecutivos, creo que el hecho de tener un
           juego  de  cama  completo  es  excepcional.  A  menudo  no  tienen  nada  que  pueda  ser
           llamado  en  rigor  ropa  de  cama,  sino  sólo  un  montón  de  abrigos  viejos  y  una

           miscelánea  de  harapos  encima  de  una  cama  oxidada.  Esto  agrava  el  problema  del
           hacinamiento. Una familia que conocí, compuesta por cuatro personas, el padre, la
           madre y los dos hijos, tenían dos camas, pero sólo podían usar una de ellas porque no

           tenían bastantes mantas para la otra.
               Quien desee ver los efectos más tristes de la escasez de viviendas, deberá visitar
           las sórdidas colonias de chabolas construidas a partir de carros, autobuses viejos y
           vagones de tren que existen en muchas ciudades del norte. Desde el final de la guerra,
           una parte de la población, dada la total imposibilidad de conseguir una casa, se ha

           establecido  en  estos  campamentos,  teóricamente  a  título  provisional.  Wigan,  por



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