Page 287 - Biografia
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Jorge Humberto Barahona González


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               Salida de la  casa por  la calle 11  (ver  fotografía),  tocaba bajar a  pie hasta la ca-
            rrera segunda  (frente a la entrada  principal del  instituto la Salle)  y muchas veces,
            hasta la carrera cuarta (en la esquina  de la iglesia  de la candelaria,  frente a la bi-
            blioteca Luis Ángel Arango y en la esquina del colegio Agustiniano, donde yo estu-
            diaba). Salíamos alegres con las 2 maletas,  Blanca era la encargada  de conseguir
            el taxi, Yaneth riéndose de todo, Beto, o sea yo, asistente de mi padre en el viaje, a
            quien siempre considere un berraco, un héroe, ya que caminar para él, era un sacri-
            ficio,  debido  a  sus  callos  plantares,  cada  uno,  del  tamaño  de  una  moneda  de  200.


               Esa salida rumbo a la estación de la sabana era bastante agitada y con trayecto di-
            fícil, demasiado empinado y empedrado, pero nosotros, con esa alegría del viaje, ni lo
            sentíamos.




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               Lo primero que hacíamos al llegar a la estación del tren, era saludar con beso y
            abrazo al tío Arturo (favor leer el capítulo “Los cuasitios”), mi madre, mientras co-
            gía a su china  Yaneth, se dirigía a comprar los tiquetes, conseguía al “equipaje-
            ro”, un señor uniformado  con su “zorrita” de mano, para cargar las maletas y ayu-
            daba a mi madre a ubicarnos en los vagones de primera clase, que en esa época
            eran muy limpios  y con los asientos numerados,  dos de ellos se podían voltear,
            para quedar todos de frente,  estos eran los primeros a los que mi madre les
            echaba  el ojo, por eso había  que  madrugar  tanto y ser muy ágil  en esta vuelta.


               Mi padre cogía a su chino Beto, o sea yo, y lo llevaba a mostrarle la negra y gigantes-
            ca locomotora de carbón, prendida y lista para arrancar a las 7:15 de la mañana, yo iba
            “cagado” del miedo, ya que ese aparato tan grande y yo tan chiquito. Quedaba al frente
            de las ruedas de acero, de donde salía humo caliente, mi padre era feliz y yo, en esos
            momentos, tenía sentimientos encontrados, fascinación, emoción, felicidad y miedo.


               Ya estando los cuatro acomodados, con la oración y bendición de rigor, esperába-
            mos impacientes a que el jefe de patio de la estación tocara la campana dando la or-
            den de partida y gritara: “Vamonooossss….!” Y ahí empezaba lo delicioso del viaje,
            el chucu-chucu del tren, rumbo a Girardot. El tiquete era largo y durante el trayecto,
            había un señor con uniforme azul y kepis del mismo color, que iba verificando con una
            máquina perforadora, el destino y la clase que se había comprado en la taquilla en
            Bogotá. Este funcionario iba de vagón en vagón, que generalmente eran 5 o 6 con el
            coche restaurante, gritando: “Tiquetes, tiquetes, tengan a la mano sus tiquetes por
            favor…!”, en su solapa izquierda, llevaba la insignia metálica que decía: “Conductor,
            ferrocarriles  nacionales”, nosotros comprábamos  tiquete hasta Girardot, pero nos




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