Page 109 - LIBRO ERNESTO
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Capítulo 5



               ingeniero Ney Mancheno y se paró firme. Ney que siempre ha sido un
               hombre valiente, temperamental y de gran carácter exclamó en forma
               terminante: “Aquí nos llevan a todos y nos vamos todos”.

               El intendente emitió de urgencia, la orden de detención masiva, nos
               dirigimos al bus y terminamos todos tras las rejas. “O nos liberan a
               todos o no sale nadie”, era la consigna del grupo y a las autoridades no
               les quedó otra solución que ordenar la liberación de todo el plantel. Fue
               un momento grotesco, injusto, del que salimos bien librados, porque
               quedó plenamente demostrado el espíritu de grupo y la solidaridad,
               bajo cualquier consecuencia. Imperaba una férrea amistad. Un grupo
               monolítico al que nadie podía fragmentar, inclusive bajo amenazas de
               ir a la cárcel, como efectivamente sucedió.


               El espíritu de fiesta también nos acompañaba a los jugadores de mi
               época. Un día nos invitaron al cumpleaños de la mamá de un jugador.
               Era  sábado  y  al  otro  día  jugábamos  en  Ambato.  La  farra  comenzó
               livianamente con pasteles y jugos, algunas canciones, rumba leve, hasta
               que a las 7 de la noche fue subiendo de tono. Saltaron todos los colores,
               se prendió el sabor, chocamos vidrios y nos olvidamos por completo
               que a la mañana siguiente teníamos que presentarnos a las 6 y media
               para embarcarnos en el bus que nos llevaría para jugar el partido en la
               capital tungurahuense.


               El viaje demandaba por lo menos tres horas, porque la carretera era
               empedrada. Reaccioné a las 4 de la mañana y les pedí a mis compañeros
               que abandonemos la fiesta, pero antes de irnos a nuestras casas, les
               propuse que tomemos un caldo de gallina, en el restaurante El Rosado,
               que estaba ubicado en Pedro Fermín Cevallos, entre Oriente y
               Esmeraldas. En ese local servían unos sabrosos caldos a la madrugada.

               A las 5 me marché a mi casa. Pensé que la misma idea tenían mis
               compañeros. Me recosté un rato y a las 6 ya estaba otra vez en pie,
               para recibir una inmersión de vapor caliente y despertarme. Tomé
               una reparadora ducha, me vestí y caminé hacia la Plaza del Teatro
               para llegar a la hora señalada. En el bus estaban solamente el técnico
               Hernán Salgado y dos jugadores suplentes. Estaban dormidos.

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