Page 118 - LIBRO ERNESTO
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Ernesto Guerra Galarza



            Ya jugaba al fútbol y tenía 17 años, cuando apareció la necesidad de
            obtener la libreta militar. El coronel Bolívar Pico, Comandante de la
            FAE, era cuñado del doctor Pablo Guerrero, presidente del Deportivo
            Quito. Ese nexo limpió el camino e ingresé a la Fuerza Aérea con alta
            de soldado para realizar la conscripción. Fueron 10 meses inolvidables.
            Me trompeé de lo lindo con soldados, sargentos y oficiales.


            Me destinaron al escuadrón de transporte en la base aérea de Quito. Me
            nombraron ayudante de despachador y la verdad había poco tránsito
            aéreo. Aterrizaba un avión pasando un día y solía irme de la entrada
            de la FAE, donde funcionaba el escuadrón de transporte hasta el local
            del Comisariato, que era el primer y único en su género dentro de las
            Fuerzas Armadas. Un día me vio un soldado armado, me condujo a la
            oficina del capitán Herman y me levantó un parte, acusándome de que
            estaba paseándome en horas de trabajo.


            Al pasar por el Escuadrón de Transporte, el mayor Luis Hidalgo, jefe
            de esa unidad estaba coincidentalmente tomando sol en el portal.
            Al verme custodiado, preguntó que había sucedido. Le comenté que
            había ido al Comisariato, con el permiso del suboficial Marchán y que
            el soldado que me tenía detenido me había tildado de vago.

            Herman que era el mentor me reclamó que bajara las manos, porque
            estaba hablando con un oficial. Yo seguí gesticulando con las manos,
            como hablaban los poetas que se presentaban en el Teatro Sucre, hasta
            que el Mayor Hidalgo ordenó con firmeza que metan al soldado ocho
            días a la relación por haberse metido con un hombre de su personal.
            Ese hombre era yo.


            Ese mismo día, a las 4 de la tarde, volaba con dirección a mi casa.
            Ni siquiera esperé el bus del recorrido. Cuando cruzaba la puerta
            de salida, apareció el  capitán Herman en un  Wolkswagen y  me
            reconoció. Yo estaba parado en plena calle, puso retro y me dijo:
            “¡Cuídate del capitán Herman!”. Fue una clara amenaza, en un
            tono con voz de venganza. Esa para mi constituye una anécdota
            inolvidable. Indudablemente, en los predios militares cosechaba
            enemigos gratuitos. No era mi parcela.

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