Page 19 - Bochaca Oriol, Joaquín Democracia show
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Otro motivo de agradecimiento del pueblo llano de Bolivia a su casta militar lo constituye la
                  participación de sus guerreros en los gobiernos de la nación. Este país singular, que en 157 años
                  de independencia nominal y unos 110 de independencia real ha tenido 198 gobiernos (lo que da un
                  promedio de uno cada nueve meses) debe, en justicia, agradecer a sus Fuerzas Armadas el haber
                  participado en más de las tres cuartas partes de sus gobiernos y, según parece, con más éxito que
                  los civiles de su clase política.





                  TRAGICOMEDIAS DE LOS GUERREROS


                  Que las guerras las hacen los guerreros es un pleonasmo. O, si se quiere, una perogrullada.    Pero
                  es un hecho que, a menudo, se salta por encima. Se habla mucho de las guerras; poco de los
                  sufridos guerreros que las hacen. No sería, pues, justo, hablar de las tragicomedias de la guerra y
                  omitir las de los guerreros que en ellas intervinieron.
                  Enseguida nos vienen a la memoria los nombres de unos cuantos miles gloriosous, dignos de
                  figurar en una galería de tragicómicos guerreros. Creemos que el General mexicano Antonio López
                  de Santa Ana es uno de ellos.
                  En el curso de la guerra entre México y los Estados Unidos (1846-1848) este general perdió cada
                  batalla en la que participó, a pesar de que imitaba en todos los detalles a Napoleón. Se conocía de
                  memoria la biografía del Gran Corso y, durante varios años, adoptó el estilo de peinado de su
                  héroe, con el pelo echado atrás hasta su frente. De hecho, físicamente era la antítesis de
                  Napoleón, bajo y obeso, mientras él era larguirucho, delgadísimo, y poseía una sola pierna (la otra
                  la perdió luchando contra los franceses del Emperador Maximiliano en 1838 e incluso organizó, en
                  el Cementerio de Santa Paula, un entierro especial al que asistieron sus íntimos, deseosos de
                  acompañar en el regreso a la Madre Tierra a la extremidad inferior del general).

                  Por otra parte, también en lo estratégico era totalmente diferente de Napoleón. Por ejemplo, en una
                  memorable ocasión, deseando sorprender al general adversario, vistió a todas sus tropas con
                  uniformes enemigos; además, conocedor del valor de la discreción, guardó impenetrable secreto
                  sobre el particular. Nadie se enteró. Sobre todo la artillería mexicana que sometió a las tropas
                  disfrazadas a un implacable bombardeo. El caos fue indescriptible y el plan un fracaso total.

                  En el curso de unas escaramuzas con los tejanos, en 1832, fue hecho prisionero, pero éstos, en
                  una brillante inspiración táctica, le soltaron. Algún tiempo, después, exhibiendo la calma de un gran
                  caudillo militar, acampó junto al río San Jacinto, junto a un bosquecillo en el que todos sus guías le
                  habían dicho que acampaban los tejanos. Luego, magnánimo, ordenó a sus tropas que echaran
                  una siesta. A media tarde, todo su ejército fué barrido en dieciocho minutos. El mismo Santa Ana
                  estaba disfrutando de un profundo y reparador sueño cuando fue despertado por el ruido de los
                  tejanos que habían atacado en masa y por sorpresa. Dándose cuenta de que todo su ejército
                  estaba siendo diezmado, Santa Ana pronunció la sorprendente frase El enemigo nos ataca y huyó
                  a galope tendido. Pero fracasó en su huida, pues fué alcanzado y capturado. En la guerra contra
                  los norteamericanos perdió las quince batallas en que participó.    En el sitio de El Alamo, luchando
                  contra un adversario veinticinco veces inferior en número, tuvo unas bajas tremendas y perdió un
                  tiempo precioso, que luego habría de resultar decisivo para la resolución final de esa guerra. (16)

                  Algunos generales, en el curso de la Historia, han conseguido transformar una probable derrota en
                  una brillante victoria. El general norteamericano Ambrose Everett Burnside, por regla general,
                  progresaba en la dirección diametralmente opuesta. No había ventaja, numérica o táctica, que
                  Burnside no desperdiciara en escaso tiempo.
                  Durante la Guerra de Secesión, Burnside tenía 12.000 soldados a su disposición. En la batalla de
                  Antietam perdió esta ventaja al ordenar a sus tropas que avanzaran en fila india a través de un
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