Page 24 - Bochaca Oriol, Joaquín Democracia show
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Al principio, nadie en Francia tomó la cosa demasiado en serio. Luego, la reiteración de las
                  peticiones y, sobre todo, de la forma de las mismas alegraron, en el fondo de su corazón, a las
                  gentes de los partidos auténticamente belicistas en la época en cuestión. No les disgustaba, muy al
                  contrario, que las vaticinaciones transalpinas justificasen sus exclusivas (27) y echasen
                  definitivamente a los italianos en brazos de los odiados alemanes. Para los puros de la Gran
                  Cruzada de las Democracias que se avecinaba, el Huno sólo nos bastaba; también era preciso
                  tener por enemigo al italiano, querían estar bien seguros de que en la próxima guerra tendrían en
                  frente suyo a todos los países totalitarios sin excepción y, por lo menos en lo que se refiere al
                  frente de los Alpes, las reivindicaciones salivares de los irredentistas con camisas negras les
                  quitaban toda inquietud.

                  En cambio, los partidarios de la paz, los que no deseaban una confrontación armada con los
                  regímenes autoritarios, estaban menos contentos. Eran unas fuerzas políticas que hoy serían
                  denominadas de extrema derecha, para entendernos, aunque el término sea rigurosamente
                  inexacto. En efecto, ellos no habían cesado de elogiar al régimen fascista, al que consideraban
                  único valladar contra el bolchevismo y de preconizar una política de amistad con él. Habían
                  saludado alborozados la expansión italiana en Etiopía y combatido las sanciones de la Sociedad
                  de Naciones contra Italia. ¡Y así se agradecía en Roma su buena voluntad! La actitud de la
                  mayoría de los ministros del Duce y, sobre todo, las imprecaciones de su yerno, arruinaban el
                  resultado de años de penosos esfuerzos y la consideraban como una injuria personal. Por tal
                  motivo, organizaron algunas manifestaciones callejeras reivindicando, a su vez, las tierras
                  indiscutiblemente borgoñas de Nápoles y Venecia. En cuanto al Presidente Daladier, por su parte,
                  sin que se hubiera presentado, ni mucho menos, una reclamación oficial. proclamó, en la Cámara,
                  con ademán fiero y los Brazos en jarras, que él no cedería ni un centímetro de territorio.


                  El asunto, ciertamente, era trivial. Pero era enervante. Y, sobre todo, era absurdo. Toda esa
                  agitación hacía admirablemente el juego de los belicistas franceses. Turbaba a los mejores
                  espíritus, incluyendo a los que habían comprendido, o creído comprender, que era importante para
                  Francia salvaguardar la amistad italiana. Además , aun no se habían disipado las esperanzas que
                  había sus citado la paz de Munich. Francia y Alemania, junto con Inglaterra, habían iniciado una
                  especie de flirt que, si se iba consolidando, podría, aún, salvar la paz, y, con ella, salvar a Europa
                  de una autodestrucción cierta. Y he aquí que el brillante segundo del Eje ponía sobre el tapete una
                  serie de reivindicaciones que amenazaban esa frágil armonía occidental.

                  Los que podrían ser definidos como fascistas franceses, se encontraban divididos a este respecto.
                  Brasillach era partidario de conservar la calma y no responder a las provocaciones italianas.
                  Rebatet, Cousteau, Drieu La Rochelle y el propio Céline deseaban atacar, periodísticamente, a los
                  políticos de Roma que dirigían, con tan escasa sutileza, esa campaña. Pero fueran cuales fueren
                  sus divergencias en cuanto a la táctica a seguir, estaban totalmente de acuerdo en proclamar que
                  todo el mal procedía del Conde Ciano (28). Creemos que esa apreciación era fundamentalmente
                  injusta.    Después de todo, por lo menos por aquél entonces, el 'Yernísimo no hacía más que
                  ejecutar las órdenes de su suegro. Pero tal vez fuera cierto que el Conde Ciano siguiera esas
                  órdenes con excesiva diligencia. O, simplemente, que las sobrepasara. Después de todo, él era el
                  responsable oficial de la política exterior italiana.


                  Cuenta Pierre-Antoine Cousteau que nos parecía encontrar en el Conde Ciano una triste cara de
                  bellaco calamitoso, el aspecto irritante de un hijo de papá abusivo, y era reconfortante para el
                  espíritu hacer de un personaje tan antipático el blanco único de nuestro resentimiento. ¿Acaso el
                  lamentable malentendido franco-italiano no se disiparía de inmediato si el esposo de la ex-señorita
                  Mussolini desapareciera de la escena política (29).
                  Pero esos votos platónicos no tomaban una forma concreta, porque los fascistas franceses no
                  disponían, como los papas del Renacimiento, o el Intelligence Service, o el K.G.B. (entonces
                  G.P.U.) de asesinos a sueldo que ejecutaran discretamente el trabajito y, por otra parte, tampoco
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