Page 63 - Bochaca Oriol, Joaquín Democracia show
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como nos lo han hecho ( ¡otra vez!) los poderes fácticos, terminan por realizar una necesaria, fatal,
                  idéntica, periódica y constante simbiosis. El Estado, pues -sus funcionarios y sus políticos
                  profesionales, pues- genera dinero y poder.


                    El Poder es una pasión. El Amor, el Odio, la Cólera, los Celos, la Envidia, pueden,
                  individualmente, y en casos super-extremos, provocar homicidios, es decir, asesinatos con
                  atenuantes y hasta eximentes. El Poder es una pasión que puede provocar, y provoca
                  constantemente, asesinatos fríos, sin atenunates. El Poder es el objetivo de la política, y ésta es
                  total y -es un hecho- amoral.    Por lo menos tal como se vive hoy.    No hay obstáculos ni frenos
                  para el Estado, por mucho que sus representantes pretendan hablar en nombre del Pueblo.
                  También con mayúscula, que la Democracia moderna es la apoteosis de las mayúsculas. La
                  pasión del Poder se ejerce sobre hombres. Esto será una perogrullada, pero conviene puntualizar,
                  porque esta es la época del olvido de Perogrullo. Por la pequeña Silesia se sostuvieron siete
                  guerras, por la inmensa Groenlandia, despoblada, ninguna.    No vamos a mantener, neciamente,
                  que todo lo que hagan los Estados, tiene por objeto hacer la puñeta a los administrados, también
                  llamados súbditos, que viene del latín subditus y significa sujeto, maniatado. Lo que sí
                  mantenemos es que, con las consabidas excepciones de unos cuantos santos varones, lo que
                  hace el Estado, por su propia esencia, es protegerse a sí mismo, es realizarse, para utilizar la jerga
                  actual. Y el Estado cuyo objeto son los súbditos (maniatados ante el monstruo frío) sólo puede
                  realizarse a costa de estos. Es así. Es un hecho. Y cada día se quieren más derechos, es decir,
                  más organismos que permitan descansar la iniciativa individual sobre los demás. Y eso hay que
                  pagarlo. Y el Estado necesita dinero para pagarlo. Y el dinero sólo lo puede sacar de sus súbditos.
                  Y el infernal ciclo se repite ad nauseam.    Hasta que llega el momento en que el Estado es una
                  especie de Papá Noel, pero un Papá Noel que trae juguetes malos y rotos. O una niñera, exigente,
                  tiránica y bien pagada.

                    El Estado, tanto para hacer dinero como para aumentar su poder, se convierte, así, en un
                  comerciante. Y esto, no sólo en países en que gobiernen los marxistas. También regímenes
                  apodados -justa o injustamente- derechistas, padecen la plaga del Estado comerciante. Es una
                  regla sin excepción empresas puestas en marcha por la iniciativa privada, que dan buenas
                  mercancías y servicios al público, y además ganan dinero que les permite renovar sus máquinas e
                  instalaciones, excitan la codicia del Estado, que se las queda, de distintas maneras, más o menos
                  lícitas, aunque por supuesto, legales, pues al Estado esto de hacer leyes se le da como hongos y,
                  además, si conviene, se les da a tales leyes un efecto retroactivo. Una vez en manos estatales,
                  dichas empresas empiezan por subir sus precios y tarifas, empeoran en vertical su calidad y sus
                  servicios y además, para que no falte nada, pierden dinero. Lo cual tiene una importancia muy
                  relativa, porque el Estado., con aumentar los impuestos, o los precios y tarifas de sus servicios, ya
                  ha solucionado su problema.

                  De memoria de hombre, no se conoce, en ninguna parte del mundo, no se ha conocido y, por las
                  trazas, no lleva camino de conocerse, un sólo ejemplo de servicio o explotación estatal que
                  funcione correctamente, y además gane dinero. Y, además, es natural. Un funcionario (politizado)
                  o un político (funcionarizado), no tiene, no puede tenerla, a menos de ser una especie de santo
                  laico, la iniciativa, la necesidad agónica de rendir en su trabajo, como debe tenerla, por fuerza, un
                  trabajador del sector no oficial, mal llamado libre (). Este, si es un patrón, experimentará tal
                  necesidad ante la disyuntiva de sobrevivir o no sobrevivir en la lucha diaria por el mercado; si es un
                  obrero, ante la posibilidad de quedarse sin trabajo si no rinde. El político, que ya hemos dicho que
                  se funcionariza, como el funcionario se postiza en el sentido más peyorativo de la palabra política,
                  sabe que, al fin de su mandato, y en el peor de los casos, es decir, de no salir reelegido, siempre le
                  queda la posibilidad de reciclarse en el sector privado, donde hará valer sus influencias y
                  amistades que obtuvo en el sector público, en espera de que, a la siguiente hornada, o a la
                  siguiente crisis de gobierno, vuelvan a requerirse sus inapreciables servicios.

                     El Estado, pues, pierde siempre dinero. Es decir, se lo cuesta a la nación que, además, está mal
                  servida. Es idiota negar una realidad diaria y palpable. Es un comerciante, hemos dicho, pero un
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