Page 23 - Pacto de silencio
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El  Dr.  Muro  no  fue  el  único  que  perdió  su  puesto  por  seguir  una  línea  de
           investigación  disidente  de  la  oficial  en  lo  que  al  síndrome  tóxico  atañe.  También
           perdieron  los  suyos,  por  ejemplo  en  octubre  de  1984,  los  epidemiólogos  que
           formaban  parte  de  la  comisión  de  investigación  de  la  enfermedad.  Más  aún,  el

           Dr. Muro no fue el único tampoco en quedar afectado por el cáncer durante el período
           que duraron sus investigaciones en este asunto. Colaboraban estrechamente con él el
           ya  mencionado  Dr.  Juan  Raúl  Sanz,  el  Dr.  Vicente  Granero,  la  periodista  Aurora
           Moya y el labriego (su «asesor de campo», como le llamaba Muro) Higinio Olarte

           Pérez. Pues bien, el Dr. Muro murió de cáncer de pulmón, Higinio Olarte murió de
           cáncer de hígado y dos componentes más de este equipo de cinco tuvieron que ser
           intervenidos  quirúrgicamente  para  serles  extirpados  sendos  cánceres,  con  lo  que
           solamente quedó indemne una de las cinco personas del equipo.

               Otro estrecho colaborador del Dr. Muro, el Dr. Javier Martínez, tuvo que ingresar
           en la UVI en agosto de 1985, aquejado de una repentina y fuerte afección pulmonar.
           Y  de  acuerdo  con  mis  informaciones,  un  químico  de  los  verdes  alemanes  que  por
           iniciativa del periodista germano Gerhard Johannes Spiegel-Schmidt había acudido a

           finales  de  1984  a  España  acompañando  a  la  diputado  en  el  Parlamento  Europeo
           Dorothee  Piermont,  y  que  posteriormente  ha  tenido  serios  enfrentamientos  con  la
           empresa comercializadora del producto Fenamiphos en Alemania, sufrió también, en
           tres ocasiones, una grave intoxicación.

               Casi como por acto reflejo, acuden a la mente de uno aquellos arqueólogos que se
           quedaron en el camino, víctimas de la maldición del faraón, por haber osado penetrar
           en el secreto de la tumba de Tutankhamon. También aquí parece flotar una especie de
           maldición contra quien tiene la osadía de desvelar el secreto del origen del síndrome

           tóxico. Estoy habituado a ésta y a otras variantes de sutiles zancadillas conducentes a
           ir minando la moral y el arrojo de quien se empeña en ahondar en las circunstancias
           profundas e importantes de la vida del ser humano, como medio para alcanzar algún

           día  el  conocimiento  del  secreto  de  nuestra  existencia.  De  vez  en  cuando,  uno  se
           detiene  y  se  plantea  la  conveniencia  de  la  alternativa  de  abandonar  la  lucha  de  la
           búsqueda. Pero entonces, la vida dejaría de ser fruto silvestre para metamorfosearse
           en  lata  de  conservas.  Y  la  vida  nació  libre,  ¿no?  ¿O  acaso  llegará  a  extremos  tan
           lejanos el engaño? Se impone una y otra vez abrir la lata, salirse de ella y continuar

           viviendo. Hasta que ya no queden latas y todos seamos vida.
               Siempre  que  han  aparecido  signos  que  recomendaban  el  abandono  del  camino
           comprendido,  he  optado  por  reemprender  la  marcha  con  redoblado  empuje.  Es  la

           única forma de no dejarte devorar por el poder para convertirte en uno de esos dóciles
           siervos  del  gran  rebaño  al  que  anteriormente  aludí.  En  los  últimos  tiempos,  estos
           signos han florecido vigorosamente. Hasta el punto de que tengo más presente que
           nunca una máxima aprendida hace ya muchos años: «No olvides que quienquiera que
           elija  desvelar  nuestros  misterios  y  nuestra  doctrina  secreta  pone  en  juego  los  tres

           planos de su existencia: el plano espiritual, el intelectual y el físico. La verdad merece



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