Page 18 - Pacto de silencio
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hongos venenosos en Afganistán, Laos y Camboya, al tiempo que activistas alemanes
           del  grupo  Rote  Armee  Fraktion  (Fracción  del  Ejército  Rojo)  comenzaban  a  hacer
           ensayos con bacterias mortales en un refugio en París, para futuras aplicaciones de las
           mismas  en  acciones  terroristas,  los  científicos  al  servicio  de  la  inteligencia

           norteamericana  estaban  trabajando  intensamente  en  Fort  Detrick,  en  Maryland,  y
           también  en  Dugway,  al  sudoeste  de  Salt  Lake  City,  en  Utah,  en  la  evaluación  y
           prueba de perfeccionadas armas bacteriológicas y químicas. La historia moderna de
           la guerra bacteriológica y de la guerra química^ comienza de hecho después de la

           Primera  Guerra  Mundial,  durante  la  cual  hubo  ya  las  primeras  aplicaciones,  en
           especial la del «gas mostaza» de los alemanes. A partir de entonces varias naciones
           comenzaron,  a  desarrollar  una  amplia  investigación  de  operaciones  militares
           biológicas.  Sin  embargo  —como  escribe  Vignati  en  sus  artículos—  el  secreto  que

           rodea  este  tipo  de  actividades  y  la  naturaleza  de  los  incidentes  que  provoca  su
           aplicación, dificultan la información concreta acerca de las mismas. Y uno piensa en
           España, primavera de 1981. Las virtudes de este nuevo tipo de armamento constan en
           el manual del ejército de los Estados Unidos y en el de la Unión Soviética. Para ser

           militarmente  ventajosas  hay  que  tener  en  cuenta  que  estas  nuevas  armas  atacan
           directamente a una población o a su alimento, que se propagan por sí mismas, que
           detectarlas  e  identificarlas  se  vuelve  lento  o  difícil  —aquí  llevamos  siete  años  sin
           saber qué fue—, que se podrían usar a gran escala con pequeñas dosis, y que pueden

           ser introducidas rápidamente y su costo es bajo. Este breve resumen de lo que dicen
           los manuales citados no se contradice en ningún punto con lo sucedido en nuestro
           país.
               Los artículos que aparecieron en Mundo Desconocido ahondaban aún más, y así

           se podía leer en ellos que los gases venenosos acumulados por rusos y americanos
           pertenecen a una clase de sustancias denominadas «compuestos organofosforados».
           Un  concepto  que  —también  él—  salpicará  las  páginas  de  este  libro  tanto  como

           salpica  el  sumario  del  juicio  del  síndrome  tóxico  y  la  misma  investigación  de  las
           causas que lo originaron. También se les llama (cito de los artículos mencionados)
           gases neurotóxicos, porque bloquean la acción de la colinesterasa, una encima sin la
           cual  se  forman  cantidades  tóxicas  de  acetilcolina,  sustancia  que  destruye  el
           funcionamiento del sistema nervioso.

               Sé que aquellos que ya están al corriente de lo que voy a publicar en este libro se
           sorprenderán de que, en los artículos enviados desde América por Alejandro Vignati,
           se hablara de «gases» neurotóxicos, ya que lo que aquí parece haber actuado no es un

           gas precisamente, sino un producto sólido. Esto es correcto, pero a mí al menos me
           sorprendió agradablemente el que el abogado de la defensa Jesús Castrillo tuviera el
           arrojo suficiente como para denunciar por radio el 9 de octubre último el hecho de
           que se hubieran producido en su momento casos aislados de afectados del síndrome
           tóxico,  repartidos  por  las  cercanías  de  las  bases  americanas  de  Torrejón  y  de

           Zaragoza, casos que sí habrían sido víctimas de una intoxicación por vía aérea, y no



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