Page 14 - Pacto de silencio
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editoriales, libros, conferencias, programas de radio y de TV, que nuestra libertad
individual ha estado siempre y está cada vez más condicionada, tanto la libertad física
como la mental. Y la amenaza a esta última es muchísimo más grave. Uno puede
estar limitado por el medio en el que se ve obligado a moverse, pero lo que uno no
debería de permitir jamás es que otros decidan por él. Es dejarse dominar de tal forma
que su voluntad no sea propia, sino que sea el reflejo de la de otro. Cuidado, que
estoy diciendo —y sé por qué lo estoy diciendo— que a uno le pueden manipular
muy sutilmente, mentalmente, sin que él se dé cuenta de esta manipulación. Pero por
ello precisamente se impone la necesidad de que de vez en cuando al menos, uno se
tome el tiempo necesario para pensar. Hay que darse cuenta de que, al igual que un
médico no nos curará si nosotros no queremos ser curados, tampoco nadie podrá
jugar con nuestra voluntad si nosotros no queremos que nos manipulen. La única
defensa contra esta manipulación es aplicar el raciocinio en vez de la comodidad. Es
nadar contra la corriente si es preciso en vez de dejarse llevar cómodamente por la
misma. Ninguna secta, ninguna religión, ningún grupo, ningún partido, ningún
gobierno, ningún equipo deportivo, ningún medio informativo, ningún líder, ningún
mensaje del más allá debe ser nunca más fuerte que uno mismo. Porque ello supone
indefectiblemente la pérdida de la libertad personal de cada uno. Sólo cuando hayan
quedado desmontados todos los sistemas de dominio, todas las formas de influencia
sólo entonces todos y cada uno de los individuos del género humano podrán
considerarse intrínsecamente libres. Pero el alcance de ésta utopía sólo será factible
cuando todos y cada uno de esos individuos apliquen la herramienta que para ello les
ha dado la naturaleza: la facultad de raciocinio, la facultad de pensar.
Con este ánimo es con el que decidí husmear en el origen y desarrollo del
síndrome tóxico. Porque saltaba a la vista que desde el espectacular brote inicial del
mismo, el envenenamiento masivo de la primavera de 1981 en España, se convirtió
en un tabú nacional e incluso internacional. Para el silenciamiento de lo realmente
ocurrido se han puesto de acuerdo el centro, la izquierda, la derecha la ultraizquierda
y la ultraderecha. Todos cuantos aspiran a lamer la miel del poder. Y mientras tanto el
pueblo, los mismos afectados —a excepción de una minoría pensante—, con la venda
fácil (y en opinión de algunos monetaria) en los ojos: «¡Y a los que digan que no fue
el aceite los vamos a matar!» fue una voz en grito que yo y muchos otros pudimos
escuchar el 30 de marzo de 1987 en el pabellón de descanso habilitado para las
asociaciones de afectados junto a la sala del juicio en la madrileña Casa de Campo.
Es notorio el desprestigio, la ridiculización y el descrédito que han venido
salpicando a prácticamente todos cuantos han intentado acercarse al verdadero núcleo
de la matanza masiva de que habla este libro. «Todo el que toca este tema se quema y
le cortan la cabeza», me diría el doctor Antonio Muro, hijo, al tiempo que el doctor
Javier Martínez me daba la receta para evitar que me la cortaran: «En la medida en
que te callas o desapareces, no pierdes el cargo». Un científico de prestigio
internacional optó por poner la marcha atrás, después de lo cual —me estoy
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