Page 114 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO XXVIII
      Al día siguiente todo era nuevo e interesante para Elizabeth. Estaba dispuesta a
      pasarlo  bien  y  muy  animada,  pues  había  encontrado  a  su  hermana  con  muy
      buen aspecto y todos los temores que su salud le inspiraba se habían desvanecido.
      Además,  la  perspectiva  de  un  viaje  por  el  Norte  era  para  ella  una  constante
      fuente de dicha.
        Cuando dejaron el camino real para entrar en el sendero de Hunsford, los
      ojos de todos buscaban la casa del párroco y a cada revuelta creían que iban a
      divisarla.  A  un  lado  del  sendero  corría  la  empalizada  de  la  finca  de  Rosings.
      Elizabeth sonrió al acordarse de todo lo que había oído decir de sus habitantes.
        Por  fin  vislumbraron  la  casa  parroquial.  El  jardín  que  se  extendía  hasta  el
      camino, la casa que se alzaba en medio, la verde empalizada y el seto de laurel
      indicaban que ya habían llegado. Collins y Charlotte aparecieron en la puerta, y
      el carruaje se detuvo ante una pequeña entrada que conducía a la casa a través
      de un caminito de gravilla, entre saludos y sonrisas generales. En un momento se
      bajaron todos del landó, alegrándose mutuamente al verse. La señora Collins dio
      la bienvenida a su amiga con el más sincero agrado, y Elizabeth, al ser recibida
      con  tanto  cariño,  estaba  cada  vez  más  contenta  de  haber  venido.  Observó  al
      instante que las maneras de su primo no habían cambiado con el matrimonio; su
      rigida cortesía era exactamente la misma de antes, y la tuvo varios minutos en la
      puerta  para  hacerle  preguntas  sobre  toda  la  familia.  Sin  más  dilación  que  las
      observaciones  de  Collins  a  sus  huéspedes  sobre  la  pulcritud  de  la  entrada,
      entraron  en  la  casa.  Una  vez  en  el  recibidor,  Collins  con  rimbombante
      formalidad, les dio por segunda vez la bienvenida a su humilde casa, repitiéndoles
      punto  por  punto  el  ofrecimiento  que  su  mujer  les  había  hecho  de  servirles  un
      refresco.
        Elizabeth  estaba  preparada  para  verlo  ahora  en  su  ambiente,  y  no  pudo
      menos que pensar que al mostrarles las buenas proporciones de la estancia, su
      aspecto y su mobiliario, Collins se dirigía especialmente a ella, como si deseara
      hacerle  sentir  lo  que  había  perdido  al  rechazarle.  Pero  aunque  todo  parecía
      reluciente  y  confortable,  Elizabeth  no  pudo  gratificarle  con  ninguna  señal  de
      arrepentimiento, sino que más bien se admiraba de que su amiga pudiese tener
      una aspecto tan alegre con semejante compañero. Cuando Collins decía algo que
      forzosamente tenía que avergonzar a su mujer, lo que sucedía no pocas veces,
      Elizabeth volvía involuntariamente los ojos hacia Charlotte. Una vez o dos pudo
      descubrir que ésta se sonrojaba ligeramente; pero, por lo común, Charlotte hacía
      como que no le oía. Después de estar sentados durante un rato, el suficiente para
      admirar todos y cada uno de los muebles, desde el aparador a la rejilla de la
      chimenea, y para contar el viaje y todo lo que había pasado en Londres, el señor
      Collins les invitó a dar un paseo por el jardín, que era grande y bien trazado y de
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