Page 118 - Libro Orgullo y Prejuicio
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Elizabeth no le fallaba su valor. No había oído decir nada de lady Catherine que le
hiciese creer que poseía ningún talento extraordinario ni virtudes milagrosas, y
sabía que la mera majestuosidad del dinero y de la alcurnia no le haría perder la
calma.
Desde el vestíbulo de entrada, cuyas armoniosas proporciones y delicado
ornato hizo notar Collins con entusiasmo, los criados les condujeron, a través de
una antecámara, a la estancia donde se encontraban lady Catherine, su hija y la
señora Jenkinson. Su Señoría se levantó con gran amabilidad para recibirlos. Y
como la señora Collins había acordado con su marido que sería ella la que haría
las presentaciones, éstas tuvieron lugar con normalidad, sin las excusas ni las
manifestaciones de gratitud que él habría juzgado necesarias.
A pesar de haber estado en St. James, sir William se quedó tan apabullado
ante la grandeza que le rodeaba, que apenas si tuvo ánimos para hacer una
profunda reverencia, y se sentó sin decir una palabra. Su hija, asustada y como
fuera de sí, se sentó también en el borde de una silla, sin saber para dónde mirar.
Elizabeth estaba como siempre, y pudo observar con calma a las tres damas que
tenía delante. Lady Catherine era una mujer muy alta y corpulenta, de rasgos
sumamente pronunciados que debieron de haber sido hermosos en su juventud.
Tenía aires de suficiencia y su manera de recibirles no era la más apropiada para
hacer olvidar a sus invitados su inferior rango. Cuando estaba callada no tenía
nada de terrible; pero cuando hablaba lo hacía en un tono tan autoritario que su
importancia resultaba avasalladora. Elizabeth se acordó de Wickham, y sus
observaciones durante la velada le hicieron comprobar que lady Catherine era
exactamente tal como él la había descrito.
Después de examinar a la madre, en cuyo semblante y conducta encontró en
seguida cierto parecido con Darcy, volvió los ojos hacia la hija, y casi se
asombró tanto como María al verla tan delgada y tan menuda. Tanto su figura
como su cara no tenían nada que ver con su madre. La señorita de Bourgh era
pálida y enfermiza; sus facciones, aunque no feas, eran insignificantes; hablaba
poco y sólo cuchicheaba con la señora Jenkinson, en cuyo aspecto no había nada
notable y que no hizo más que escuchar lo que la niña le decía y colocar un
cancel en la dirección conveniente para protegerle los ojos del sol.
Después de estar sentados unos minutos, los llevaron a una de las ventanas
para que admirasen el panorama; el señor Collins los acompañó para indicarles
bien su belleza, y lady Catherine les informó amablemente de que en verano la
vista era mucho mejor.
La cena fue excelente y salieron a relucir en ella todos los criados y la vajilla
de plata que Collins les había prometido; y tal como les había pronosticado, tomó
asiento en la cabecera de la mesa por deseo de Su Señoría, con lo cual parecía
que para él la vida ya no tenía nada más importante que ofrecerle. Trinchaba,
comía y lo alababa todo con deleite y alacridad. Cada plato era ponderado