Page 122 - Libro Orgullo y Prejuicio
P. 122
CAPÍTULO XXX
Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue suficiente para
convencerse de que su hija estaba muy bien situada y de que un marido así y
una vecindad como aquella no se encontraban a menudo. Mientras estuvo allí,
Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín para mostrarle la campiña;
pero en cuanto se fue, la familia volvió a sus ocupaciones habituales. Elizabeth
agradeció que con el cambio de vida ya no tuviese que ver a su primo tan
frecuentemente, pues la mayor parte del tiempo que mediaba entre el almuerzo
y la cena, Collins lo empleaba en trabajar en el jardín, en leer, en escribir o en
mirar por la ventana de su despacho, que daba al camino. El cuarto donde solían
quedarse las señoras daba a la parte trasera de la casa. Al principio a Elizabeth le
extrañaba que Charlotte no prefiriese estar en el comedor, que era una pieza más
grande y de aspecto más agradable. Pero pronto vio que su amiga tenía
excelentes razones para obrar así, pues Collins habría estado menos tiempo en su
aposento, indudablemente, si ellas hubiesen disfrutado de uno tan grande como el
suyo. Y Elizabeth aprobó la actitud de Charlotte.
Desde el salón no podían ver el camino, de modo que siempre era Collins el
que le daba cuenta de los coches que pasaban y en especial de la frecuencia con
que la señorita de Bourgh cruzaba en su faetón, cosa que jamás dejaba de
comunicarles aunque sucediese casi todos los días. La señorita solía detenerse en
la casa para conversar unos minutos con Charlotte, pero era difícil convencerla
de que bajase del carruaje.
Pasaban pocos días sin que Collins diese un paseo hasta Rosings y su mujer
creía a menudo un deber hacer lo propio; Elizabeth, hasta que recordó que podía
haber otras familias dispuestas a hacer lo mismo, no comprendió el sacrificio de
tantas horas. De vez en cuando les honraba con una visita, en el transcurso de la
cual, nada de lo que ocurría en el salón le pasaba inadvertido. En efecto, se fijaba
en lo que hacían, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo,
encontraba defectos en la disposición de los muebles o descubría negligencias en
la criada; si aceptaba algún refrigerio parecía que no lo hacía más que para
advertir que los cuartos de carne eran demasiado grandes para ellos.
Pronto se dio cuenta Elizabeth de que aunque la paz del condado no estaba
encomendada a aquella gran señora, era una activa magistrada en su propia
parroquia, cuyas minucias le comunicaba Collins, y siempre que alguno de los
aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady
Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y
reprenderlos, restableciendo la armonía o procurando la abundancia.
La invitación a cenar en Rosings se repetía un par de veces por semana, y
desde la partida de sir William, como sólo había una mesa de juego durante la
velada, el entretenimiento era siempre el mismo. No tenían muchos otros