Page 121 - Libro Orgullo y Prejuicio
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casarse  pronto.  La  última  de  las  hijas  tiene  tanto  derecho  a  los  placeres  de  la
      juventud como la primera. Demorarlos por ese motivo creo que no sería lo más
      adecuado para fomentar el cariño fraternal y la delicadeza de pensamiento.
        —¡Caramba! —dijo Su Señoría—. Para ser usted tan joven da sus opiniones
      de modo muy resuelto. Dígame, ¿qué edad tiene?
        —Con tres hermanas detrás ya crecidas —contestó Elizabeth sonriendo—. Su
      Señoría no puede esperar que se lo confiese.
        Lady Catherine se quedó asombradísima de no haber recibido una respuesta
      directa;  y  Elizabeth  sospechaba  que  había  sido  ella  la  primera  persona  que  se
      había atrevido a burlarse de tan majestuosa impertinencia.
        —No  puede  usted  tener  más  de  veinte,  estoy  segura;  así  que  no  necesita
      ocultar su edad.
        —Aún no he cumplido los veintiuno.
        Cuando los caballeros entraron y acabaron de tomar el té, se dispusieron las
      mesitas de juego. Lady Catherine, sir William y los esposos Collins se sentaron a
      jugar  una  partida  de  cuatrillo,  y  como  la  señorita  de  Bourgh  prefirió  jugar  al
      casino, Elizabeth y María tuvieron el honor de ayudar a la señora Jenkinson a
      completar su mesa, que fue aburrida en grado superlativo. Apenas se pronunció
      una  sílaba  que  no  se  refiriese  al  juego,  excepto  cuando  la  señora  Jenkinson
      expresaba sus temores de que la señorita de Bourgh tuviese demasiado calor o
      demasiado frío, demasiada luz o demasiado poca. La otra mesa era mucho más
      animada.  Lady  Catherine  casi  no  paraba  de  hablar  poniendo  de  relieve  las
      equivocaciones de sus compañeros de juego o relatando alguna anécdota de sí
      misma. Collins no hacía más que afirmar todo lo que decía Su Señoría, dándole
      las gracias cada vez que ganaba y disculpándose cuando creía que su ganancia
      era  excesiva.  Sir  William  no  decía  mucho.  Se  dedicaba  a  recopilar  en  su
      memoria todas aquellas anécdotas y tantos nombres ilustres.
        Cuando  lady  Catherine  y  su  hija  se  cansaron  de  jugar,  se  recogieron  las
      mesas  y  le  ofrecieron  el  coche  a  la  señora  Collins,  que  lo  aceptó  muy
      agradecida,  e  inmediatamente  dieron  órdenes  para  traerlo.  La  reunión  se
      congregó  entonces  junto  al  fuego  para  oír  a  lady  Catherine  pronosticar  qué
      tiempo iba a hacer al día siguiente. En éstas les avisaron de que el coche estaba
      en  la  puerta,  y  con  muchas  reverencias  por  parte  de  sir  William  y  muchos
      discursos  de  agradecimiento  por  parte  de  Collins,  se  despidieron.  En  cuanto
      dejaron  atrás  el  zaguán,  Collins  invitó  a  Elizabeth  a  que  expresara  su  opinión
      sobre  lo  que  había  visto  en  Rosings,  a  lo  que  accedió,  sólo  por  Charlotte,
      exagerándolo  más  de  lo  que  sentía.  Pero  por  más  que  se  esforzó  su  elogio  no
      satisfizo  a  Collins,  que  no  tardó  en  verse  obligado  a  encargarse  él  mismo  de
      alabar a Su Señoría.
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