Page 133 - Libro Orgullo y Prejuicio
P. 133

CAPÍTULO XXXIII
      En  sus  paseos  por  la  alameda  dentro  de  la  finca  más  de  una  vez  se  había
      encontrado  Elizabeth  inesperadamente  con  Darcy.  La  primera  vez  no  le  hizo
      ninguna gracia que la mala fortuna fuese a traerlo precisamente a él a un sitio
      donde nadie más solía ir, y para que no volviese a repetirse se cuidó mucho de
      indicarle  que  aquél  era  su  lugar  favorito.  Por  consiguiente,  era  raro  que  el
      encuentro volviese a producirse, y, sin embargo, se produjo incluso una tercera
      vez. Parecía que lo hacía con una maldad intencionada o por penitencia, porque
      la cosa no se reducía a las preguntas de rigor o a una simple y molesta detención;
      Darcy volvía atrás y paseaba con ella. Nunca hablaba mucho ni la importunaba
      haciéndole hablar o escuchar demasiado. Pero al tercer encuentro Elizabeth se
      quedó asombrada ante la rareza de las preguntas que le hizo: si le gustaba estar en
      Hunsford, si le agradaban los paseos solitarios y qué opinión tenía de la felicidad
      del matrimonio Collins; pero lo más extraño fue que al hablar de Rosings y del
      escaso  conocimiento  que  tenía  ella  de  la  casa,  pareció  que  él  suponía  que,  al
      volver a Kent, Elizabeth residiría también allí. ¿Estaría pensando en el coronel
      Fitzwilliam? La joven pensó que si algo quería decir había de ser forzosamente
      una alusión por ese lado. Esto la inquietó un poco y se alegró de encontrarse en la
      puerta de la empalizada que estaba justo enfrente de la casa de los Collins.
        Releía un día, mientras paseaba, la última carta de Jane y se fijaba en un
      pasaje  que  denotaba  la  tristeza  con  que  había  sido  escrita,  cuando,  en  vez  de
      toparse  de  nuevo  con  Darcy,  al  levantar  la  vista  se  encontró  con  el  coronel
      Fitzwilliam. Escondió al punto la carta y simulando una sonrisa, dijo:
        —Nunca supe hasta ahora que paseaba usted por este camino.
        —He estado dando la vuelta completa a la finca —contestó el coronel—, cosa
      que suelo hacer todos los años. Y pensaba rematarla con una visita a la casa del
      párroco. ¿Va a seguir paseando?
        —No; iba a regresar.
        En efecto, dio la vuelta y juntos se encaminaron hacia la casa parroquial.
        —¿Se van de Kent el sábado, seguro? —preguntó Elizabeth.
        —Sí, si Darcy no vuelve a aplazar el viaje. Estoy a sus órdenes; él dispone las
      cosas como le parece.
        —Y  si  no  le  placen  las  cosas  por  lo  menos  le  da  un  gran  placer  el  poder
      disponerlas a su antojo. No conozco a nadie que parezca gozar más con el poder
      de hacer lo que quiere que el señor Darcy.
        —Le gusta hacer su santa voluntad —replicó el coronel Fitzwilliam—. Pero a
      todos nos gusta. Sólo que él tiene más medios para hacerlo que otros muchos,
      porque es rico y otros son pobres. Digo lo que siento. Usted sabe que los hijos
      menores  tienen  que  acostumbrarse  a  la  dependencia  y  renunciar  a  muchas
      cosas.
   128   129   130   131   132   133   134   135   136   137   138