Page 137 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO XXXIV
      Cuando todos se habían ido, Elizabeth, como si se propusiera exasperarse más
      aún contra Darcy, se dedicó a repasar todas las cartas que había recibido de Jane
      desde que se hallaba en Kent. No contenían lamentaciones ni nada que denotase
      que se acordaba de lo pasado ni que indicase que sufría por ello; pero en conjunto
      y  casi  en  cada  línea  faltaba  la  alegría  que  solía  caracterizar  el  estilo  de  Jane,
      alegría  que,  como  era  natural  en  un  carácter  tan  tranquilo  y  afectuoso,  casi
      nunca se había eclipsado. Elizabeth se fijaba en todas las frases reveladoras de
      desasosiego,  con  una  atención  que  no  había  puesto  en  la  primera  lectura.  El
      vergonzoso alarde de Darcy por el daño que había causado le hacía sentir más
      vivamente  el  sufrimiento  de  su  hermana.  Le  consolaba  un  poco  pensar  que
      dentro  de  dos  días  estaría  de  nuevo  al  lado  de  Jane  y  podría  contribuir  a  que
      recobrase el ánimo con los cuidados que sólo el cariño puede dar.
        No podía pensar en la marcha de Darcy sin recordar que su primo se iba con
      él; pero el coronel Fitzwilliam le había dado a entender con claridad que no podía
      pensar en ella.
        Mientras estaba meditando todo esto, la sorprendió la campanilla de la puerta,
      y abrigó la esperanza de que fuese el mismo coronel Fitzwilliam que ya una vez
      las había visitado por la tarde y a lo mejor iba a preguntarle cómo se encontraba.
      Pero pronto desechó esa idea y siguió pensando en sus cosas cuando, con total
      sobresalto,  vio  que  Darcy  entraba  en  el  salón.  Inmediatamente  empezó  a
      preguntarle,  muy  acelerado,  por  su  salud,  atribuyendo  la  visita  a  su  deseo  de
      saber que se encontraba mejor. Ella le contestó cortés pero fríamente. Elizabeth
      estaba asombrada pero no dijo ni una palabra. Después de un silencio de varios
      minutos se acercó a ella y muy agitado declaró:
        —He  luchado  en  vano.  Ya  no  puedo  más.  Soy  incapaz  de  contener  mis
      sentimientos. Permítame que le diga que la admiro y la amo apasionadamente.
        El  estupor  de  Elizabeth  fue  inexpresable.  Enrojeció,  se  quedó  mirándole
      fijamente, indecisa y muda. Él lo interpretó como un signo favorable y siguió
      manifestándole todo lo que sentía por ella desde hacía tiempo. Se explicaba bien,
      pero no sólo de su amor tenía que hablar, y no fue más elocuente en el tema de
      la ternura que en el del orgullo. La inferioridad de Elizabeth, la degradación que
      significaba para él, los obstáculos de familia que el buen juicio le había hecho
      anteponer  siempre  a  la  estimación.  Hablaba  de  estas  cosas  con  un  ardor  que
      reflejaba todo lo que le herían, pero todo ello no era lo más indicado para apoyar
      su demanda.
        A  pesar  de  toda  la  antipatía  tan  profundamente  arraigada  que  le  tenía,
      Elizabeth no pudo permanecer insensible a las manifestaciones de afecto de un
      hombre  como  Darcy,  y  aunque  su  opinión  no  varió  en  lo  más  mínimo,  se
      entristeció al principio por la decepción que iba a llevarse; pero el lenguaje que
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