Page 141 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO XXXV
      Elizabeth  se  despertó  a  la  mañana  siguiente  con  los  mismos  pensamientos  y
      cavilaciones con que se había dormido. No lograba reponerse de la sorpresa de lo
      acaecido; le era imposible pensar en otra cosa. Incapaz de hacer nada, en cuanto
      desayunó  decidió  salir  a  tomar  el  aire  y  a  hacer  ejercicio.  Se  encaminaba
      directamente hacia su paseo favorito, cuando recordó que Darcy iba alguna vez
      por allí; se detuvo y en lugar de entrar en la finca tomó otra vereda en dirección
      contraria  a  la  calle  donde  estaba  la  barrera  de  portazgo,  y  que  estaba  aún
      limitada por la empalizada de Rosings, y pronto pasó por delante de una de las
      portillas que daba acceso a la finca.
        Después de pasear dos o tres veces a lo largo de aquella parte del camino, le
      entró la tentación, en vista de lo deliciosa que estaba la mañana, de pararse en las
      portillas  y  contemplar  la  finca.  Las  cinco  semanas  que  llevaba  en  Kent  había
      transformado  mucho  la  campiña,  y  cada  día  verdeaban  más  los  árboles
      tempranos. Se disponía a continuar su paseo, cuando vislumbró a un caballero en
      la alameda que bordeaba la finca; el caballero caminaba en dirección a ella, y
      Elizabeth, temiendo que fuese Darcy, retrocedió al instante. Pero la persona, que
      se adelantaba, estaba ya lo suficientemente cerca para verla; siguió andando de
      prisa y pronunció su nombre. Ella se había vuelto, pero al oír aquella voz en la
      que reconoció a Darcy, continuó en dirección a la puerta. El caballero la alcanzó
      y, mostrándole una carta que ella tomó instintivamente, le dijo con una mirada
      altiva:
        —He estado paseando por la alameda durante un rato esperando encontrarla.
      ¿Me concederá el honor de leer esta carta?
        Y  entonces,  con  una  ligera  inclinación,  se  encaminó  de  nuevo  hacia  los
      plantíos y pronto se perdió de vista.
        Sin esperar ningún agrado, pero con gran curiosidad, Elizabeth abrió la carta,
      y  su  asombro  fue  en  aumento  al  ver  que  el  sobre  contenía  dos  pliegos
      completamente  escritos  con  una  letra  muy  apretada.  Incluso  el  sobre  estaba
      escrito. Prosiguiendo su paseo por el camino, la empezó a leer. Estaba fechada en
      Rosings a las ocho de la mañana y decía lo siguiente:
          No se alarme, señorita, al recibir esta carta, ni crea que voy a repetir
        en  ella  mis  sentimientos  o  a  renovar  las  proposiciones  que  tanto  le
        molestaron  anoche.  Escribo  sin  ninguna  intención  de  afligirla  ni  de
        humillarme yo insistiendo en unos deseos que, para la felicidad de ambos,
        no pueden olvidarse tan fácilmente; el esfuerzo de redactar y de leer esta
        carta  podía  haber  sido  evitado  si  mi  modo  de  ser  no  me  obligase  a
        escribirla y a que usted la lea. Por lo tanto, perdóneme que tome la libertad
        de solicitar su atención; aunque ya sé que habrá de concedérmela de mala
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