Page 136 - Libro Orgullo y Prejuicio
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Jane y a Bingley. No podían existir dos hombres sobre los cuales ejerciese Darcy
una influencia tan ilimitada. Nunca había dudado de que Darcy había tenido que
ver en las medidas tomadas para separar a Bingley y a Jane; pero el plan y el
principal papel siempre lo había atribuido a la señorita Bingley. Sin embargo, si su
propia vanidad no le ofuscaba, él era el culpable; su orgullo y su capricho eran la
causa de todo lo que Jane había sufrido y seguía sufriendo aún. Por él había
desaparecido toda esperanza de felicidad en el corazón más amable y generoso
del mundo, y nadie podía calcular todo el mal que había hecho.
El coronel Fitzwilliam había dicho que « había algunas objeciones de peso
contra la señorita» . Y esas objeciones serían seguramente el tener un tío
abogado de pueblo y otro comerciante en Londres…
« Contra Jane —pensaba Elizabeth— no había ninguna objeción posible. ¡Ella
es el encanto y la bondad personificados! Su inteligencia es excelente; su talento,
inmejorable; sus modales, cautivadores. Nada había que objetar tampoco contra
su padre que, en medio de sus rarezas, poseía aptitudes que no desdeñaría el
propio Darcy y una respetabilidad que acaso éste no alcanzase nunca.» Al
acordarse de su madre, su confianza cedió un poquito; pero tampoco admitió que
Darcy pudiese oponerle ninguna objeción de peso, pues su orgullo —estaba
segura de ello— daba más importancia a la falta de categoría de los posibles
parientes de su amigo, que a su falta de sentido. En resumidas cuentas, había que
pensar que le había impulsado por una parte el más empedernido orgullo y por
otra su deseo de conservar a Bingley para su hermana.
La agitación y las lágrimas le dieron a Elizabeth un dolor de cabeza que
aumentó por la tarde, y sumada su dolencia a su deseo de no ver a Darcy,
decidió no acompañar a sus primos a Rosings, donde estaban invitados a tomar el
té. La señora Collins, al ver que estaba realmente indispuesta, no insistió, e
impidió en todo lo posible que su marido lo hiciera; pero Collins no pudo ocultar
su temor de que lady Catherine tomase a mal la ausencia de Elizabeth.