Page 134 - Libro Orgullo y Prejuicio
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—Yo creo que el hijo menor de un conde no lo pasa tan mal como usted dice.
      Vamos  a  ver,  sinceramente,  ¿qué  sabe  usted  de  renunciamientos  y  de
      dependencias?  ¿Cuándo  se  ha  visto  privado,  por  falta  de  dinero,  de  ir  a  donde
      quería o de conseguir algo que se le antojara?
        —Ésas son cosas sin importancia, y acaso pueda reconocer que no he sufrido
      muchas  privaciones  de  esa  naturaleza.  Pero  en  cuestiones  de  mayor
      trascendencia,  estoy  sujeto  a  la  falta  de  dinero.  Los  hijos  menores  no  pueden
      casarse cuando les apetece.
        —A  menos  que  les  gusten  las  mujeres  ricas,  cosa  que  creo  que  sucede  a
      menudo.
        —Nuestra costumbre de gastar nos hace demasiado dependientes, y no hay
      muchos de mi rango que se casen sin prestar un poco de atención al dinero.
        « ¿Se referirá esto a mí?» , pensó Elizabeth sonrojándose. Pero reponiéndose
      contestó en tono jovial:
        —Y dígame, ¿cuál es el precio normal de un hijo menor de un conde? A no
      ser  que  el  hermano  mayor  esté  muy  enfermo,  no  pedirán  ustedes  más  de
      cincuenta mil libras…
        Él respondió en el mismo tono y el tema se agotó. Para impedir un silencio
      que podría hacer suponer al coronel que lo dicho le había afectado, Elizabeth dijo
      poco después:
        —Me imagino que su primo le trajo con él sobre todo para tener alguien a su
      disposición.  Me  extraña  que  no  se  case,  pues  así  tendría  a  una  persona  sujeta
      constantemente. Aunque puede que su hermana le baste para eso, de momento,
      pues como está a su exclusiva custodia debe de poder mandarla a su gusto.
        —No  —dijo  el  coronel  Fitzwilliam—,  esa  ventaja  la  tiene  que  compartir
      conmigo. Estoy encargado, junto con él, de la tutoría de su hermana.
        —¿De  veras?  Y  dígame,  ¿qué  clase  de  tutoría  es  la  que  ejercen?  ¿Les  da
      mucho  que  hacer?  Las  chicas  de  su  edad  son  a  veces  un  poco  difíciles  de
      gobernar,  y  si  tiene  el  mismo  carácter  que  el  señor  Darcy,  le  debe  de  gustar
      también hacer su santa voluntad.
        Mientras hablaba, Elizabeth observó que el coronel la miraba muy serio, y la
      forma en que le preguntó en seguida que cómo suponía que la señorita Darcy
      pudiera darles algún quebradero de cabeza, convenció a Elizabeth de que, poco o
      mucho,  se  había  acercado  a  la  verdad.  La  joven  contestó  a  su  pregunta
      directamente:
        —No se asuste. Nunca he oído decir de ella nada malo y casi aseguraría que
      es una de las mejores criaturas del mundo. Es el ojo derecho de ciertas señoras
      que conozco: la señora Hurst y la señorita Bingley. Me parece que me dijo usted
      que también las conocía.
        —Algo,  sí.  Su  hermano  es  un  caballero  muy  agradable,  íntimo  amigo  de
      Darcy.
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