Page 62 - Libro Orgullo y Prejuicio
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rectorado si no hubiese sido por el caballero de quien estaba hablando hace un
      momento.
        —¿De veras?
        —Sí; el último señor Darcy dejó dispuesto que se me presentase para ocupar
      el  mejor  beneficio  eclesiástico  de  sus  dominios.  Era  mi  padrino  y  me  quería
      entrañablemente. Nunca podré hacer justicia a su bondad. Quería dejarme bien
      situado,  y  creyó  haberlo  hecho;  pero  cuando  el  puesto  quedó  vacante,  fue
      concedido a otro.
        —¡Dios  mío!  —exclamó  Elizabeth—.  ¿Pero  cómo  pudo  ser  eso?  ¿Cómo
      pudieron contradecir su testamento? ¿Por qué no recurrió usted a la justicia?
        —Había  tanta  informalidad  en  los  términos  del  legado,  que  la  ley  no  me
      hubiese dado ninguna esperanza. Un hombre de honor no habría puesto en duda
      la intención de dichos términos; pero Darcy prefirió dudarlo o tomarlo como una
      recomendación meramente condicional y afirmó que yo había perdido todos mis
      derechos por mi extravagancia e imprudencia; total que o por uno o por otro, lo
      cierto es que la rectoría quedó vacante hace dos años, justo cuando yo ya tenía
      edad para ocuparla, y se la dieron a otro; y no es menos cierto que yo no puedo
      culparme de haber hecho nada para merecer perderla. Tengo un temperamento
      ardiente,  soy  indiscreto  y  acaso  haya  manifestado  mi  opinión  sobre  Darcy
      algunas veces, y hasta a él mismo, con excesiva franqueza. No recuerdo ninguna
      otra  cosa  de  la  que  se  me  pueda  acusar.  Pero  el  hecho  es  que  somos  muy
      diferentes y que él me odia.
        —¡Es vergonzoso! Merece ser desacreditado en público.
        —Un  día  u  otro  le  llegará  la  hora,  pero  no  seré  yo  quien  lo  desacredite.
      Mientras  no  pueda  olvidar  a  su  padre,  nunca  podré  desafiarle  ni
      desenmascararlo.
        Elizabeth le honró por tales sentimientos y le pareció más atractivo que nunca
      mientras los expresaba.
        —Pero —continuó después de una pausa—, ¿cuál puede ser el motivo? ¿Qué
      puede haberle inducido a obrar con esa crueldad?
        —Una  profunda  y  enérgica  antipatía  hacia  mí  que  no  puedo  atribuir  hasta
      cierto punto más que a los celos. Si el último señor Darcy no me hubiese querido
      tanto, su hijo me habría soportado mejor. Pero el extraordinario afecto que su
      padre sentía por mí le irritaba, según creo, desde su más tierna infancia. No tenía
      carácter para resistir aquella especie de rivalidad en que nos hallábamos, ni la
      preferencia que a menudo me otorgaba su padre.
        —Recuerdo que un día, en Netherfield, se jactaba de lo implacable de sus
      sentimientos y de tener un carácter que no perdona. Su modo de ser es espantoso.
        —No debo hablar de este tema —repuso Wickham—; me resulta difícil ser
      justo con él.
        Elizabeth reflexionó de nuevo y al cabo de unos momentos exclamó:
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