Page 85 - Libro Orgullo y Prejuicio
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que venía a darle la misma noticia. Y en cuanto entraron en el comedor, donde
      estaba sola la señora Bennet, ella también empezó a hablarle del tema. Le rogó
      que tuviese compasión y que intentase convencer a Lizzy de que cediese a los
      deseos de toda la familia.
        —Te ruego que intercedas, querida Charlotte —añadió en tono melancólico
      —, ya que nadie está de mi parte, me tratan cruelmente, nadie se compadece de
      mis pobres nervios.
        Charlotte  se  ahorró  la  respuesta,  pues  en  ese  momento  entraron  Jane  y
      Elizabeth.
        —Ahí  está  —continuó  la  señora  Bennet—,  como  si  no  pasase  nada,  no  le
      importamos un bledo, se desentiende de todo con tal de salirse con la suya. Te
      voy a decir una cosa: si se te mete en la cabeza seguir rechazando de esa manera
      todas las ofertas de matrimonio que te hagan, te quedarás solterona; y no sé quién
      te va a mantener cuando muera tu padre. Yo no podré, te lo advierto. Desde hoy,
      he acabado contigo para siempre. Te he dicho en la biblioteca que no volvería a
      hablarte nunca; y lo que digo, lo cumplo. No le encuentro el gusto a hablar con
      hijas  desobedientes.  Ni  con  nadie.  Las  personas  que  como  yo  sufrimos  de  los
      nervios, no somos aficionados a la charla. ¡Nadie sabe lo que sufro! Pero pasa
      siempre lo mismo. A los que no se quejan, nadie les compadece.
        Las  hijas  escucharon  en  silencio  los  lamentos  de  su  madre.  Sabían  que  si
      intentaban hacerla razonar o calmarla, sólo conseguirían irritarla más. De modo
      que siguió hablando sin que nadie la interrumpiera, hasta que entró Collins con
      aire  más  solemne  que  de  costumbre.  Al  verle,  la  señora  Bennet  dijo  a  las
      muchachas:
        —Ahora os pido que os calléis la boca y nos dejéis al señor Collins y a mí
      para que podamos hablar un rato.
        Elizabeth salió en silencio del cuarto; Jane y Kitty la siguieron, pero Lydia no
      se  movió,  decidida  a  escuchar  todo  lo  que  pudiera.  Charlotte,  detenida  por  la
      cortesía  del  señor  Collins,  cuyas  preguntas  acerca  de  ella  y  de  su  familia  se
      sucedían  sin  interrupción,  y  también  un  poco  por  la  curiosidad,  se  limitó  a
      acercarse a la ventana fingiendo no escuchar. Con voz triste, la señora Bennet
      empezó así su conversación:
        —¡Oh, señor Collins!
        —Mi querida señora —respondió él—, ni una palabra más sobre este asunto.
      Estoy  muy  lejos  —continuó  con  un  acento  que  denotaba  su  indignación—  de
      tener resentimientos por la actitud de su hija. Es deber de todos resignarse por los
      males inevitables; y es especialmente un deber para mí, que he tenido la fortuna
      de  verme  tan  joven  en  tal  elevada  posición;  confío  en  que  sabré  resignarme.
      Puede  que  mi  hermosa  prima,  al  no  querer  honrarme  con  su  mano,  no  haya
      disminuido  mi  positiva  felicidad.  He  observado  a  menudo  que  la  resignación
      nunca  es  tan  perfecta  como  cuando  la  dicha  negada  comienza  a  perder  en
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