Page 121 - Auge y caída del antiguo Egipto
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La eternidad garantizada
ELLOS Y NOSOTROS
En un sentido crucial, la aparente estabilidad de la Era de las Pirámides no fue
más que una ilusión. Tras el velo de la gloriosa majestad, en el propio seno de la
familia real había brotes de disensión. En respuesta a una serie de crisis
dinásticas acaecidas en el apogeo de la IV Dinastía (silenciadas, pero no por ello
menos reales), los gobernantes de finales del Imperio Antiguo tomaron medidas
conscientes para recuperar el control de la sucesión. Estas, a su vez, sentaron las
bases de un estilo de monarquía muy distinto —y también de un modelo de
sociedad diferente— en los tres siglos que transcurrirían después de que los
cinceles de los canteros guardaran definitivamente silencio en Giza.
Dado que los reyes del antiguo Egipto eran invariablemente polígamos, no
resulta en absoluto sorprendente que los hijos nacidos de distintas esposas (y las
propias esposas) se disputaran la influencia y el poder. Los registros escritos
nunca mencionan explícitamente las luchas entre facciones —estas difícilmente
podían sustentar la imagen de una monarquía serena e inmutable que los reyes
querían exhibir—, pero puede deducirse su existencia a partir de una serie de
pistas tentadoras: reinados fugaces en medio de una aparente estabilidad
dinástica (como el del efímero sucesor de Jafra, cuyo nombre ni siquiera se ha
conservado) y cambios de rumbo repentinos e injustificados en la política real,
como el cambio del emplazamiento del cementerio regio de Giza a Saqqara al
final de la IV Dinastía.
Tras el deslucido reinado del sucesor de Menkaura, Shepseskaf —notable solo