Page 350 - Auge y caída del antiguo Egipto
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de mortalidad que por entonces se abatían sobre Ajenatón desencadenaron una
reevaluación radical del estatus de su esposa. No puede ser casualidad que a la
desaparición de Nefertiti le siguiera al poco tiempo el nombramiento de un
corregente (humano), para que reinara junto con Ajenatón. El nombre de este
nuevo cogobernante no era otro que Neferneferuatón, el primer elemento de la
titulatura de Nefertiti. Parece ser, pues, que la reina se había convertido en «rey».
Al fin y al cabo, ¿quién mejor y más de fiar para llevar a cabo la revolución de
Ajenatón que su coinstigadora y cobeneficiaria?
Ajenatón murió tras la vendimia del otoño de 1336, en el décimo séptimo año
de su reinado. Fue enterrado en la tumba real, acompañado de una serie de
reveladores objetos funerarios. Quizá no resulte sorprendente que la reliquia
familiar que escogió fuera un cuenco de piedra de mil años de antigüedad
grabado para Jafra, el constructor de la Gran Esfinge (madre de todos los
monumentos solares). Menos predecibles, en cambio, eran las estatuillas shabti
grabadas para el propio Ajenatón, destinadas a servirle en un más allá del que su
religión abjuraba acérrimamente. Parece, pues, que hasta los fanáticos religiosos
son propensos a albergar dudas en el lecho de muerte. El cuerpo de Ajenatón fue
colocado en un sarcófago de piedra protegido en sus cuatro esquinas no por las
cuatro diosas funerarias, sino por representaciones de su amada Nefertiti.
Sin duda su esposa protegería su cuerpo, pero no su legado; unos grafitos
descubiertos en una tumba tebana, datados en el tercer año de reinado de
Neferneferuatón, parecen sugerir una tentativa de acercamiento al antiguo clero
de Amón, y quizá incluso la reapertura de un templo consagrado a Amón en el
antiguo centro del culto a ese dios. Antes de que el cuerpo de Ajenatón se
hubiera enfriado siquiera en su tumba, su exclusivo culto al deslumbrante Atón
había empezado ya a desvanecerse.
La muerte de Ajenatón sumió a la corte y al país en un estado de confusión.
Quienes se lo debían todo a su patrocinio —hombres como Meryra y Mahu—
debían de desear fervientemente que su revolución, o cuando menos su régimen,
prosiguiera. Otros —incluidos los miembros del poderoso clero de Amón—, que