Page 386 - Auge y caída del antiguo Egipto
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Qadesh, se había enviado por mar a una fuerza de reserva de guerreros de élite
               remontando  la  costa  fenicia.  Sus  instrucciones  eran  desembarcar  en  el  puerto

               sirio de Sumur y penetrar hacia el interior a través del valle del Eleuteros (la

               actual  Nahr  el-Kebir)  para  unirse  a  Ramsés  en  Qadesh  el  mismo  día  de  su
               llegada.  Y  habían  seguido  las  órdenes  al  pie  de  la  letra.  Cuando  los  carros

               conducidos  por  tropas  de  élite  aparecieron  en  el  horizonte  entre  una  nube  de

               polvo,  el  faraón  supo  que  había  llegado  la  ayuda.  Con  su  determinación

               fortalecida  por  la  repentina  llegada  de  refuerzos,  los  egipcios  obligaron  a  los
               hititas a retirarse aprovechando su ventaja. Muwatallis, que observaba el giro de

               los acontecimientos desde una distancia prudencial, envió una segunda oleada de

               sus  carros  al  campo  de  batalla.  Pero  también  estos  fueron  rechazados,  y  un
               posterior contraataque egipcio logró hacer retroceder al enemigo hasta el mismo

               Orontes. Muchos de los carros hititas cayeron al río, y sus ocupantes se ahogaron

               o fueron arrastrados por la corriente; otros a duras penas lograron llegar a rastras

               a la orilla opuesta. El príncipe de Alepo, uno de los principales lugartenientes de
               Muwatallis,  fue  sacado  medio  muerto  por  sus  hombres  de  las  ensangrentadas

               aguas.  El  ataque  por  sorpresa  de  los  hititas  se  había  vuelto  contra  ellos.  En

               cuestión de minutos, una victoria segura se había convertido en una ignominiosa
               retirada.

                  Al  acercarse  el  ocaso,  la  división  egipcia  de  Ptah  apareció  finalmente  en

               escena,  a  tiempo  para  acorralar  a  los  soldados  hititas  supervivientes,  hacer  la
               cuenta de los enemigos muertos y recoger el botín abandonado en el campo de

               batalla.  Los  supervivientes  egipcios  de  la  matanza  se  dirigieron  renqueando

               hasta el campamento, seguidos, justo antes de que cayera la noche, por la cuarta
               y última división, la de Seth. En ambos bandos, era el momento de hacer balance

               y calcular las pérdidas. Para los egipcios, las terribles bajas sufridas en el campo

               de batalla se habían visto parangonadas por una pérdida no menos abrumadora

               de reputación: su propia supervivencia había estado en peligro, y solo el carisma
               personal del rey, junto con la oportuna llegada de las fuerzas de reserva, había

               evitado  la  aniquilación  total  del  ejército.  Para  los  hititas  el  panorama  no
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