Page 409 - Auge y caída del antiguo Egipto
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cuando accedió al trono, y era plenamente consciente de que disponía de poco
tiempo para dejar su huella. Así pues, los canteros, albañiles y arquitectos reales
empezaron a trabajar a pleno rendimiento dado que el rey pretendía dejar su
legado en el sagrado paisaje de Tebas. En la orilla oriental, en Ipetsut, los
constructores empezaron a erigir una capilla con tres cámaras para las sagradas
barcas-altar de Amón, Mut y Jonsu. Aquello podía parecer pequeño e
insignificante comparado con la gran sala hipóstila de Seti I y Ramsés II, pero al
fin y al cabo era una especie de monumento, y mejor eso que nada. En la orilla
occidental, los trabajadores del Valle de los Reyes no habían desplegado nunca
una actividad tan febril, ya que se pusieron a trabajar excavando y decorando no
una, sino tres tumbas a la vez: una para Seti, otra para su esposa, Tausert, y una
tercera para su canciller favorito, Bay. Dado que no se amplió la mano de obra,
la presión era inmensa, y por todo el valle resonaban incesantemente el eco de
los cinceles y las voces e improperios de los hombres. Apenas sorprende que el
trabajo resultara claramente chapucero.
El tiempo no jugó en favor de Seti. Después de solo dos años de permanecer
en el trono —tan arduamente alcanzado— sin que nadie lo cuestionara, siguió el
camino de su padre y de su abuelo antes que él, uniéndose a sus reales ancestros
en la gloriosa vida de ultratumba. Aquel a quien había elegido como heredero,
un segundo Seti-Merenptah, o bien había muerto ya, o bien resultó incapaz de
hacer valer su derecho sucesorio. En su lugar, y con el respaldo del canciller Bay
(un amigo veleidoso donde los hubiera), la corona fue entregada a un
adolescente enfermizo con la pierna izquierda atrofiada; no era precisamente el
candidato más predispuesto a ser faraón, pero se mostraba maleable a las
presiones y, desde luego, era de sangre real. El nuevo monarca de Egipto, Siptah,
era nada más y nada menos que el hijo superviviente del usurpador Amenmeses.
Durante el breve reinado de Seti II, Bay había actuado con consumada
habilidad como lugarteniente leal, logrando ascender de escriba real a canciller y
obteniendo el raro honor de tener una tumba en la necrópolis regia. Era un logro
notable para cualquier plebeyo, y no digamos ya para alguien de origen sirio. Sin