Page 410 - Auge y caída del antiguo Egipto
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embargo,  antes  de  que  la  momia  de  Seti  hubiera  sido  siquiera  enterrada,  Bay
               cambió de bando para pasar a apoyar a aquel joven marcado por la polio que era

               el hijo y heredero del archienemigo de Seti. Fue la más cruel de las traiciones. El

               influyente canciller se jactaría en público de haber «sentado al rey en el trono de
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               su padre».  En realidad, lo único que interesaba a Bay era arrimar el ascua a su
               sardina. El nuevo rey era menor de edad, de manera que hubo que establecer un

               consejo de regencia; a efectos de legitimidad, se puso a cargo de este a la viuda

               de Seti II, Tausert, pero entre bastidores, y a no mucha distancia, era Bay quien
               manejaba los hilos.

                  En  el  quinto  año  de  la  regencia,  en  1193,  Tausert  se  cobró  su  venganza.

               Adoptando títulos reales de pleno derecho (como hiciera Hatshepsut doscientos
               años antes), movilizó a su grupo de partidarios en la corte y fue a por Bay. Este

               cayó  en  desgracia  de  manera  tan  rápida  como  absoluta;  fue  ejecutado  por

               traición  y  su  nombre  quedó  oficialmente  proscrito,  negándosele  así  la  vida

               eterna. Los documentos oficiales pasarían a referirse a él, en cambio, como «el
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               gran enemigo»  o, despectivamente, «el advenedizo de Siria».  Un año después,
               su protegido Siptah también moriría oportunamente. Con sus enemigos privados

               de su último punto de referencia, Tausert inició una persecución a gran escala de
               la memoria del rey títere. Los nombres de Siptah fueron borrados de su tumba

               real, así como de la de ella, para ser reemplazados por los de su difunto esposo,

               Seti II. El triunfo de los herederos de Merenptah era completo.
                  Pero aquella sería una victoria pírrica. Egipto se había visto sacudido por más

               de  una  década  de  luchas  internas  entre  los  descendientes  de  Ramsés  II,  y

               desestabilizado y socavado por golpes y contragolpes, purgas y contrapurgas. El
               gobierno estaba paralizado y era impotente. No había ningún heredero varón que

               continuara la línea sucesoria, y en lugar de ello, el trono estaba ocupado por una

               viuda vengativa, una mujer, una afrenta a la sagrada ideología de la monarquía

               egipcia.  Menos  de  veinte  años  después  de  la  gran  victoria  de  Merenptah  en
               Perirer,  el  país  no  podría  haber  caído  más  bajo.  Y  la  culpa  podía  atribuirse

               directamente a la dinastía gobernante. Lo que Egipto necesitaba era una nueva
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