Page 151 - Alvar, J. & Blázquez, J. M.ª (eds.) - Héroes y antihéroes en la Antigüedad clásica
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con ayuda de las asambleas populares y de los magistrados que las di
rigen, los tribunos de la plebe. No se trata, evidentemente, de una re
volución, puesto que, al menos formalmente, la actividad de estos or
ganismos es constitucional, pero sí de una praxis desacostumbrada,
que amenaza con tambalear el orden establecido por la costumbre. La
afirmación de esta nueva práctica, que, utilizando un término que
sólo aparece desde Cicerón, podemos llamar popular, y su extensión
progresiva, como consecuencia del endurecimiento de las posiciones
aristocráticas senatoriales y por la creciente complejidad y agudiza
ción de los problemas de la sociedad y el Estado, contribuyeron a la
concentración de grandes complejos de poder fuera del control del se
nado. Esto, por su parte, llevó a un relajamiento en la disciplina del
orden constitucional, tanto por lo que respecta a la nobleza como al
resto del cuerpo ciudadano. Y, con ello, los órganos, que durante el
periodo de afirmación senatorial habían servido simplemente como
válvula de escape —comicios y tribunos de la plebe—, pasaron ahora
a convertirse en lo contrario, en fuente de disturbios y arietes contra
el orden establecido en manos de aristócratas que, en desacuerdo con
su estamento, trataron de imponer frente al mismo sus deseos y ambi
ciones políticas con el apoyo de instancias populares.
Así pues, observamos en la tardía República, desde el punto de vis
ta de la praxis política, una lucha conducida por determinados grupos,
clases o individuos en persecución de ciertas reformas, con la inten
ción de acceder al poder o bien conseguir metas individuales, pero
siempre dentro del marco de la constitución, del orden establecido.
Pero que este orden buscara protegerse de tales tendencias con un sis
tema político rígido, destinado a evitar cualquier política dirigida con
tra la institución de gobierno —el senado— afectó a la propia estabi
lidad del régimen, porque obligó a los aristócratas de las propias filas,
en desacuerdo, a intentar sus propósitos por la fuerza, con el concur
so de las asambleas populares y de la magistratura tribunicia.
La consecuencia fue una «crisis sin alternativa», como la llama
Meier, puesto que una constitución anticuada e inservible, que había
surgido para la ordenación simple y elemental de una ciudad, se adap
tó o sencillamente se mantuvo para las necesidades de un estado mun
dial. Nadie puso en entredicho esta constitución; nadie cuestionó su
plena vigencia; nadie se manifestó descontento de ella. Pero, cuando
las múltiples y contradictorias presiones de este estado mundial res
quebrajaron o superaron los límites de la propia constitución, la úni
ca respuesta fue dirigir la mirada hacia un pasado, arbitrariamente
idealizado, para intentar restablecerlo. No fue tan grave lo ilusorio de
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