Page 19 - Vernant, Jean-Pierre - El universo, los dioses, los hombres. El relato de los mitos griegos
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LA TIERRA,  EL ESPACIO,  EL CIELO

             Al  castrar  a  Urano,  por  consejo  de  su  astuta  madre,
         Cronos  da  un  paso  fundamental  para  el  nacimiento  del
         cosmos.  Separa  el  cielo  de la tierra.  Crea entre  ambos  un
         espacio libre: todo  lo  que la  tierra producirá,  todo  lo que
         los seres vivos haremos nacer, tendrá un lugar para respirar
         y  vivir.  Por  una  parte,  el  espacio  es  liberado,  pero,  por
         otra,  el tiempo se ha transformado.  Mientras Urano yacía
         sobre  Gea,  no  existían  generaciones  sucesivas,  sólo  había
         una, que permanecía aprisionada en el interior del ser que
         la había engendrado. A partir del momento en que Urano
         se  retira,  los Titanes y las Titánides  pueden  salir del seno
         materno y procrear entre sí. Se abre entonces una sucesión
         de generaciones.  El espacio se ha liberado y el «cielo estre-
         liado»  desempeña ahora el  papel  de techo,  es  una especie
         de  gran  dosel  sombrío  extendido  por  encima  de la tierra.
         De vez en cuando, este cielo  negro se iluminará, ya que  a
         partir  de  ahora  se  alternan  el  día y  la  noche.  Unas  veces
         sólo  aparece un  cielo negro  punteado  por la luz de las  es­
         trellas;  otras,  por  el  contrario,  surge  un  cielo  luminoso,
         sólo con la sombra de las nubes.
             Abandonemos  por  un  instante  la  descendencia  de  la
         Tierra  y  recuperemos  la  del  Caos.  Este  engendró  a  dos
         criaturas:  el  Erebo  y  Nix,  la  Noche.  Como  prolongación
         directa del Caos, el Erebo es la oscuridad sombría, la fuer­
         za  de  la  oscuridad  en  un  estado  puro,  que  no  se  mezcla
         con  nada.  El  caso  de  Nix  es  diferente.  También  ella,  al
         igual que Gea,  engendra a unas criaturas sin  unirse  a  na­
         die,  como  si  las  tallara  en  su  propio  tejido  nocturno:  se
         trata,  por una  parte,  del Éter,  la  luz  celestial pura y cons­
         tante, y, por otra, de Hémera, el Día, la luz diurna.
             El  Erebo,  hijo  del Caos,  personifica la oscuridad,  tan
         del  gusto de  éste.  Nix,  evoca,  por el contrario,  el día.  No

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