Page 105 - El Retorno del Rey
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y si de tanto en tanto una de las grandes bestias que lo arrastraba enloquecía, y
      pisoteaba  a  muerte  a  los  innumerables  orcos  que  lo  custodiaban,  quitaban  los
      cuerpos del camino, y nuevos orcos corrían a reemplazar a los muertos.
        Y Grond seguía avanzando. Los tambores redoblaban rápidamente ahora. De
      pronto, sobre las montañas de muertos apareció una sombra horrenda: un jinete,
      alto, encapuchado, envuelto en una capa negra. Indiferente a los dardos, avanzó
      lentamente, sobre los cadáveres. Se detuvo, y blandió una espada larga y pálida.
      Y al verlo, un gran temor se apoderó de todos, defensores y enemigos por igual;
      los brazos de los hombres cayeron a los costados, y ningún arco volvió a silbar.
      Por un instante, todo fue inmovilidad y silencio.
        Batieron  y  redoblaron  los  tambores.  En  una  fuerte  embestida,  unas  manos
      enormes empujaron a Grond hacia adelante. Llegó a la Puerta. Se sacudió. Un
      gran estruendo resonó en la ciudad, como un trueno que corre por las nubes. Pero
      las puertas de hierro y los montantes de acero resistieron el golpe.
        Entonces el Capitán Negro se irguió sobre los estribos y gritó, con una voz
      espantosa, pronunciando en alguna lengua olvidada palabras de poder y terror,
      destinadas a lacerar los corazones y las piedras.
        Tres  veces  gritó.  Tres  veces  retumbó  contra  la  Puerta  el  gran  ariete.  Y  al
      recibir el último golpe, la Puerta de Gondor se rompió. Como al conjuro de algún
      maleficio siniestro, estalló y voló por el aire; hubo un relámpago enceguecedor,
      y las batientes cayeron al suelo rotas en mil pedazos.
      El  Señor  de  los  Nazgûl  entró  a  caballo  en  la  ciudad.  Una  gran  forma  negra
      recortada  contra  las  llamas,  agigantándose  en  una  inmensa  amenaza  de
      desesperación.  Así  pasó  el  Señor  de  los  Nazgûl  bajo  la  arcada  que  ningún
      enemigo había franqueado antes, y todos huyeron ante él.
        Todos  menos  uno.  Silencioso  e  inmóvil,  aguardando  en  el  espacio  que
      precedía  a  la  Puerta,  estaba  Gandalf  montado  en  Sombragris; Sombragris  que
      desafiaba  el  terror,  impávido,  firme  como  una  imagen  tallada  en  Rath  Diñen,
      único entre los caballos libres de la tierra.
        —No puedes entrar aquí —dijo Gandalf, y la sombra se detuvo—. ¡Vuelve al
      abismo preparado para ti! ¡Vuelve! ¡Húndete en la nada que te espera, a ti y a tu
      Amo! ¡Vete!
        El Jinete Negro se echó hacia atrás la capucha, y todos vieron con asombro
      una  corona  real;  pero  ninguna  cabeza  visible  la  sostenía.  Las  llamas  brillaban,
      rojas, entre la corona y los hombros anchos y sombríos envueltos en la capa.
      Una boca invisible estalló en una risa sepulcral.
        —¡Viejo  loco!  dijo,  ¡Viejo  loco!  Ha  llegado  mi  hora.  ¿No  reconoces  a  la
      Muerte cuando la ves? ¡Muere y maldice en vano! —Y al decir esto levantó en
      alto la hoja, y del filo brotaron unas llamas.
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