Page 104 - El Retorno del Rey
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prestaba  atención.  Por  fin  llegó  a  la  Segunda  Puerta;  del  otro  lado  las  llamas
      saltaban  cada  vez  más  alto  entre  los  muros.  Sin  embargo,  todo  parecía
      extrañamente silencioso. No se oía ningún ruido, ni gritos de guerra ni fragor de
      armas. De pronto Pippin escuchó un grito aterrador, seguido por un golpe violento
      y  un  ruido  como  de  trueno  profundo  y  prolongado.  Obligándose  a  avanzar  no
      obstante el acceso de miedo y horror que por poco lo hizo caer de rodillas, Pippin
      volvió el último recodo y desembocó en la plaza detrás de la Puerta de la Ciudad.
      Y allí se detuvo, como fulminado por el rayo. Había encontrado a Gandalf; pero
      retrocedió precipitadamente y se agazapó ocultándose en la sombra.
      Desde que comenzara en mitad de la noche, la gran acometida había proseguido
      sin interrupción. Los tambores retumbaban. Una tras otra, en el norte y en el sur,
      nuevas compañías enemigas asaltaban los muros. Unas bestias enormes, que a la
      luz  trémula  y  roja  parecían  verdaderas  casas  ambulantes,  los  nûmakil  de  los
      Harad,  arrastraban  enormes  torres  y  máquinas  de  guerra  a  lo  largo  de  los
      senderos y entre las llamas. Pero al Capitán no le preocupaba lo que hicieran ni
      las bajas que pudieran sufrir: su único propósito era poner a prueba la fuerza de
      la defensa y mantener a los hombres de Gondor ocupados en sitios dispersos. El
      blanco  de  la  embestida  más  violenta  era  la  Puerta  de  la  Ciudad.  Por  muy
      resistente  que  fuese,  forjada  en  acero  y  hierro,  y  custodiada  por  torres  y
      bastiones de piedra inexpugnables, la Puerta era la llave, el punto débil de aquella
      muralla impenetrable y alta.
        Se  oyó  más  fuerte  el  redoble  de  los  tambores.  Las  llamas  saltaban  por
      doquier.  A  través  del  campo  reptaban  unas  grandes  máquinas;  y  en  medio  de
      ellas  avanzaba  un  ariete  de  proporciones  gigantescas,  como  un  árbol  de  los
      bosques de cien pies de longitud, balanceándose sobre unas cadenas poderosas.
      Largo tiempo les había llevado forjarlo en las sombrías fraguas de Mordor, y la
      cabeza  horrible,  fundida  en  acero  negro,  reproducía  la  imagen  de  un  lobo
      enfurecido, y portaba maleficios de ruina. Grond lo llamaban, en memoria del
      Martillo  Infernal  de  los  días  antiguos.  Arrastrado  por  las  grandes  bestias  y
      custodiado  por  orcos,  unos  trolls  de  las  montañas  avanzaban  detrás,  listos  para
      manejarlo en el momento preciso.
        Sin  embargo,  alrededor  de  la  Puerta  la  defensa  era  aún  fuerte,  pues  allí
      resistían  los  caballeros  de  Dol  Amroth  y  los  hombres  más  intrépidos  de  la
      guarnición. La lluvia de dardos y proyectiles arreciaba; las torres de asedio se
      desplomaban  o  ardían,  consumiéndose  como  antorchas.  Todo  alrededor  de  los
      muros, a ambos lados de la Puerta, una espesa capa de despojos y cadáveres
      cubría el suelo; pero la violencia del asalto no cejaba, y como impulsados por
      alguna locura, nuevos refuerzos se precipitaban sobre los muros,
        Y Grond seguía avanzando. La cobertura del ariete era invulnerable al fuego;
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