Page 99 - El Retorno del Rey
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como bestias y aves de rapiña. Pero pronto no quedaron en Minas Tirith hombres
      de tanta entereza como para desafiar a los ejércitos de Mordor. Porque el Señor
      de la Torre Oscura tenía otra arma, más rápida que el hambre: el miedo y la
      desesperación.
        Los Nazgûl retornaron, y como ya el Señor Oscuro empezaba a medrar y a
      desplegar fuerza, las voces de los siervos, que sólo expresaban la voluntad y la
      malicia del amo tenebroso, se cargaron de maldad y de horror. Giraban sin cesar
      sobre  la  ciudad,  como  buitres  que  esperan  su  ración  de  carne  de  hombres
      condenados. Volaban fuera del alcance de la vista y de las armas, pero siempre
      estaban presentes, y sus voces siniestras desgarraban el aire. Y cada nuevo grito
      era  más  intolerable  para  los  hombres.  Hasta  los  más  intrépidos  terminaban
      arrojándose  al  suelo  cuando  la  amenaza  oculta  volaba  sobre  ellos,  o  si
      permanecían de pie, las armas se les caían de las manos temblorosas, y la mente
      invadida por las tinieblas ya no pensaba en la guerra, sino tan sólo en esconderse,
      en arrastrarse, y morir.
      Durante todo aquel día sombrío Faramir estuvo tendido en el lecho en la cámara
      de  la  Torre  Blanca,  extraviado  en  una  fiebre  desesperada;  moribundo,  decían
      algunos, y pronto todo el mundo repetía en los muros y en las calles: moribundo.
      Y Denethor no se movía de la cabecera, y observaba a su hijo en silencio, y ya
      no se ocupaba de la defensa de la ciudad.
        Nunca, ni aun en las garras de los Uruk-hai, había conocido Pippin horas tan
      negras.  Tenía  la  obligación  de  atender  al  Senescal,  y  la  cumplía,  aunque
      Denethor  parecía  haberlo  olvidado.  De  pie  junto  a  la  puerta  de  la  estancia  a
      oscuras, mientras trataba de dominar su propio miedo, observaba y le parecía
      que Denethor envejecía momento a momento, como si algo hubiese quebrantado
      aquella  voluntad  orgullosa,  aniquilando  la  mente  severa  del  Senescal.  El  dolor
      quizás  y  el  remordimiento.  Vio  lágrimas  en  aquel  rostro  antes  impasible,  más
      insoportables aún que la cólera.
        —No lloréis, Señor —balbució—. Tal vez sane. ¿Habéis consultado a Gandalf?
        —¡No  me  reconfortes  con  magos!  —replicó  Denethor—.  La  esperanza  de
      ese insensato ha sido vana. El enemigo lo ha descubierto, y ahora es cada día
      más  poderoso;  adivina  nuestros  pensamientos,  todo  cuanto  hacemos  acelera
      nuestra ruina.
        » Sin una palabra de gratitud, sin una bendición, envié a mi hijo a afrontar un
      peligro inútil, y ahora aquí yace con veneno en las venas. No, no, cualquiera que
      sea el desenlace de esta guerra, también mi propia casta está cerca del fin: hasta
      la  Casa  de  los  Senescales  ha  declinado.  Seres  despreciables  dominarán  a  los
      últimos descendientes de los Reyes de los Hombres, obligándolos a vivir ocultos
      en las montañas hasta que los hayan desterrado o exterminado a todos.
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