Page 98 - El Retorno del Rey
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proyectiles,  cada  una  al  reparo  de  una  trinchera.  No  había  ni  una  sola  en  los
      muros de la ciudad de tanto alcance o capaz de detenerlos.
        Al  principio,  los  hombres  se  rieron,  pues  no  les  temían  demasiado  a  tales
      artilugios. El muro principal de la ciudad, construido antes de la declinación en el
      exilio del poderío y las artes de Númenor, era extraordinariamente alto y de una
      solidez  maravillosa;  y  la  cara  externa  podía  compararse  a  la  de  la  Torre  de
      Orthanc, dura, sombría y lisa, invulnerable al fuego o al acero, indestructible, a
      menos que alguna convulsión desgarrase la tierra misma en que se elevaba.
        —No —decían—, ni aunque viniera el Sin Nombre en persona, ni él podría
      entrar  mientras  nosotros  estuviésemos  con  vida.  —Pero  algunos  replicaban—:
      ¿Mientras nosotros estuviésemos con vida? ¿Cuánto tiempo? El tiene un arma que
      ha destruido muchas fortalezas inexpugnables desde que el mundo es mundo. El
      hambre. Los caminos están cortados. Rohan no vendrá.
        Pero las máquinas no derrocharon proyectiles contra el muro indomable. No
      era  un  bandolero  ni  un  cabecilla  orco  quien  había  planeado  el  ataque  al  peor
      enemigo del Señor de Mordor, sino una mente y un poder malignos. Tan pronto
      como las grandes catapultas estuvieron instaladas, con gran acompañamiento de
      alaridos y el chirrido de cuerdas y poleas, empezaron a arrojar proyectiles a una
      altura prodigiosa, de modo que pasaban por encima de las almenas e iban a caer
      con  un  ruido  sordo  dentro  del  primer  círculo  de  la  ciudad;  y  muchos  de  esos
      proyectiles,  en  virtud  de  algún  arte  misterioso,  estallaban  en  llamas  cuando
      golpeaban el suelo.
        Pronto hubo un grave peligro de incendio detrás de la muralla, y todos los
      hombres disponibles se dedicaron a apagar las llamas que brotaban aquí y allá.
      De  súbito,  en  medio  de  los  grandes  proyectiles,  empezó  a  caer  otra  clase  de
      lluvia, menos destructiva pero más horripilante. Caían y rodaban por las calles y
      callejones detrás de la Puerta, proyectiles pequeños y redondos que no ardían.
      Pero cuando la gente se acercaba a ver qué podían ser, gritaban o se echaban a
      llorar. Porque lo que el enemigo estaba arrojando a la ciudad eran las cabezas de
      todos los que habían caído combatiendo en Osgiliath, o en el Rammas, o en los
      campos.  Era  horroroso  mirarlas,  pues  si  bien  algunas  estaban  aplastadas  e
      informes,  y  otras  habían  sido  salvajemente  acuchilladas,  muchas  tenían  aún
      facciones reconocibles, y parecía que habían muerto con dolor; y todas llevaban
      marcada  a  fuego  la  inmunda  insignia  del  Ojo  Sin  Párpado.  Sin  embargo,
      desfiguradas  y  profanadas  como  estaban,  de  tanto  en  tanto  permitían  a  un
      hombre  que  viese  por  última  vez  el  rostro  de  alguien  conocido,  que  en  otro
      tiempo  había  llevado  armas  con  orgullo,  o  cultivado  los  campos,  o  cabalgado
      desde los valles a las colinas en un día de fiesta.
        En  vano  los  defensores  amenazaban  con  los  puños  a  los  enemigos
      implacables, apiñados delante de la Puerta. Aquellos hombres no les temían a las
      maldiciones, ni entendían las lenguas del Oeste, y gritaban con voces ásperas,
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