Page 95 - El Retorno del Rey
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algunos  corrían,  como  escapando  a  una  persecución.  A  lo  lejos,  en  el  este,
      vacilaban  unos  fuegos  distantes,  que  ahora  parecían  extenderse  a  través  de  la
      llanura. Ardían casas y graneros. De pronto, desde muchos puntos, empezaron a
      correr unos arroyos de llamas rojas que serpeaban en la sombra, y todos iban
      hacia la línea del camino ancho que llevaba desde la Puerta hasta Osgiliath.
        —El  enemigo  —murmuraron  los  hombres—.  El  dique  ha  cedido.  ¡Allí
      vienen, como un torrente por las brechas! Y traen antorchas. ¿Dónde están los
      nuestros?
        Según la hora, la noche se acercaba, y la luz era tan mortecina que ni aun los
      hombres de buena vista de la ciudadela llegaban a distinguir lo que acontecía en
      los campos, excepto los incendios que se multiplicaban, y los ríos de fuego que
      crecían  en  longitud  y  rapidez.  Por  fin,  a  menos  de  una  milla  de  la  ciudad,
      apareció  a  la  vista  una  columna  más  ordenada;  marchaba  sin  correr,  en  filas
      todavía unidas.
        Los vigías contuvieron el aliento.
        —Faramir ha de venir con ellos —dijeron—. Él sabe dominar a los hombres
      y las bestias. Aún puede conseguirlo.
        Ahora la columna estaba apenas a un cuarto de milla. Tras ellos, saliendo de
      la oscuridad, galopaba un grupo reducido de jinetes, todo cuanto quedaba de la
      retaguardia. Otra vez acorralados, se volvieron para enfrentar las líneas de fuego
      cada vez más próximas. De improviso, hubo un tumulto de gritos feroces. Una
      horda de jinetes del enemigo se lanzó hacia adelante. Los arroyos de fuego se
      transformaron en torrentes rápidos: fila tras fila de orcos que llevaban antorchas
      encendidas,  y  sureños  feroces,  que  blandían  estandartes  rojos  y  daban  gritos
      destemplados  y  se  adelantaban  a  la  columna  que  se  batía  en  retirada  y  le
      cerraban el paso. Y con un alarido las Sombras aladas se precipitaron cayendo
      del cielo tenebroso: los Nazgûl que se inclinaban hacia delante, preparados para
      matar.
        La retirada se convirtió en una fuga. Ya unos hombres rompían filas, huyendo
      aquí y allá, arrojando las armas, gritando de terror, rodando por el suelo.
        Una trompeta sonó entonces en la ciudadela, y Denethor dio por fin la orden
      de  salida.  Cobijados  a  la  sombra  de  la  Puerta  y  bajo  los  muros  elevados  los
      hombres habían estado esperando esa señal: todos los jinetes que quedaban en la
      ciudad. Ahora avanzaron en orden, y en seguida apresuraron el paso, y en medio
      de un gran clamor corrieron al galope hacia el enemigo. Y un grito se elevó en
      respuesta  desde  los  muros,  pues  en  el  campo  de  batalla  y  a  la  vanguardia
      galopaban los caballeros del cisne de Dol Amroth, con el Príncipe Imrahil a la
      cabeza, seguido de su estandarte azul.
        —¡Amroth por Gondor! —gritaban los hombres—. ¡Amroth por Faramir!
        Como un trueno cayeron sobre el enemigo, atacándolo por los flancos; pero
      un jinete se adelantó a todos, rápido como el viento entre la hierba: iba montado
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