Page 102 - El Retorno del Rey
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Denethor los seguía, encorvado ahora sobre un bastón; y tras él iba Pippin.
        Salieron de la Torre Blanca como si fueran a un funeral, y penetraron en la
      oscuridad; un resplandor mortecino iluminaba desde abajo el espeso palio de las
      nubes. Atravesaron lentamente el patio amplio, y a una palabra de Denethor se
      detuvieron junto al Árbol Marchito.
        Excepto los rumores lejanos de la guerra allá abajo en la ciudad, todo era
      silencio, y oyeron el triste golpeteo del agua que caía gota a gota de las ramas
      muertas al estanque sombrío. Luego marcharon otra vez y traspusieron la puerta
      de la ciudadela, ante la mirada estupefacta y anonadada del guardia. Y doblando
      hacia el oeste llegaron por fin a una puerta en el muro trasero del círculo sexto.
      Fen Hollen la llamaban, porque siempre estaba cerrada excepto en tiempos de
      funerales,  y  sólo  el  Señor  de  la  Ciudad  podía  utilizarla,  o  quienes  llevaban  la
      insignia de las tumbas y cuidaban las moradas de los muertos. Del otro lado de la
      puerta un sendero sinuoso descendía en curvas hasta la angosta lengua de tierra a
      la sombra de los precipicios del Mindolluin, donde se alzaban las mansiones de los
      Reyes Muertos y de sus Senescales.
        Un portero que estaba sentado en una casilla al borde del camino, acudió con
      miedo en la mirada, llevando en la mano una linterna. A una orden del Señor
      Denethor, quitó los cerrojos, y la puerta se deslizó hacia atrás en silencio; y luego
      de tomar la linterna de manos del portero, todos entraron. Había una profunda
      oscuridad  en  aquel  camino  flanqueado  de  muros  antiguos  y  parapetos  de
      numerosos  balaustres,  que  se  agigantaban  a  la  trémula  luz  de  la  linterna.
      Escuchando  los  lentos  ecos  de  sus  propios  pasos,  descendieron,  descendieron
      hasta que llegaron por último a la Calle del Silencio, Rath Dínen, entre cúpulas
      pálidas, salones vacíos y efigies de hombres muertos en días lejanos; y entraron
      en la Casa de los Senescales y depositaron la carga.
        Allí Pippin, mirando con inquietud alrededor, vio que se encontraba en una
      vasta cámara abovedada, tapizada de algún modo por las grandes sombras que la
      pequeña linterna proyectaba sobre las paredes, recubiertas de oscuros sudarios.
      Se alcanzaban a ver en la penumbra numerosas hileras de mesas, esculpidas en
      mármol;  y  en  cada  mesa  yacía  una  forma  dormida,  con  las  manos  cruzadas
      sobre  el  pecho,  la  cabeza  descansando  en  una  almohada  de  piedra.  Pero  una
      mesa cercana era amplia y estaba vacía. A una señal de Denethor, los hombres
      depositaron sobre ella a Faramir y a su padre lado a lado, envolviéndolos en un
      mismo lienzo; y allí permanecieron inmóviles, la cabeza gacha, como plañideras
      junto a un lecho mortuorio. Denethor habló entonces en voz baja.
        —Aquí  esperaremos  —dijo—.  Pero  no  mandéis  llamar  a  los
      embalsamadores. Traednos pronto leña para quemar, y disponedla alrededor y
      debajo de nosotros, y rociadla con aceite. Y cuando yo os lo ordene arrojaréis
      una antorcha. Haced esto y no me digáis una palabra más. ¡Adiós!
        —¡Con vuestro  permiso,  Señor!  —dijo Pippin,  y  dando  media  vuelta huyó
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