Page 238 - El Retorno del Rey
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odiaba.
—¡Amo malvado! —siseó la voz—. ¡Amo malvado que nos traiciona;
traiciona a Sméagol, gollum! No tiene que ir en esta dirección. No tiene que
dañar el Tesoro. ¡Dáselo a Sméagol, dáselo a nosotros! ¡Dáselo a nosotros!
De un tirón violento, Sam se levantó y desenvainó a Dardo; pero no pudo
hacer nada. Gollum y Frodo estaban en el suelo, trabados en lucha. De bruces
sobre Frodo, Gollum manoteaba, tratando de aferrar la cadena y el Anillo.
Aquello, un ataque, una tentativa de arrebatarle por la fuerza el tesoro, era quizá
lo único que podía avivar las ascuas moribundas en el corazón y en la voluntad de
Frodo. Se debatía con una furia repentina que dejó atónito a Sam, y también a
Gollum. Sin embargo, el desenlace habría sido quizá muy diferente, si Gollum
hubiera sido la criatura de antes; pero los senderos tormentosos que había
transitado, solo, hambriento y sin agua, impulsado por una codicia devoradora y
un miedo aterrador, habían dejado en él huellas lastimosas. Estaba flaco,
consumido y macilento, todo piel y huesos. Una luz salvaje le ardía en los ojos
pero ya la fuerza de los pies y las manos no respondía como antes a la malicia de
la criatura. Frodo se desembarazó de él de un empujón, y se levantó temblando.
—¡Al suelo, al suelo! —jadeó, mientras apretaba la mano contra el pecho
para aferrar el Anillo bajo el justillo de cuero—. ¡Al suelo, criatura rastrera,
apártate de mi camino! Tus días están contados. Ya no puedes traicionarme ni
matarme. Entonces, como le sucediera ya una vez a la sombra de los Emyn
Muil, Sam vio de improviso con otros ojos a aquellos dos adversarios. Una figura
acurrucada, la sombra pálida de un ser viviente, una criatura destruida y
derrotada, y poseída a la vez por una codicia y una furia monstruosa; y ante ella,
severa, insensible ahora a la piedad, una figura vestida de blanco, que lucía en el
pecho una rueda de fuego. Y del fuego brotó imperiosa una voz.
—¡Vete, no me atormentes más! ¡Si me vuelves a tocar, también tú serás
arrojado al Fuego del Destino!
La forma acurrucada retrocedió; los ojos contraídos reflejaban terror, pero
también un deseo insaciable.
Entonces la visión se desvaneció, y Sam vio a Frodo de pie, la mano sobre el
pecho, respirando afanoso, y a Gollum de rodillas a los pies de su amo, las
palmas abiertas apoyadas en el suelo.
—¡Cuidado! —gritó Sam—. ¡Va a saltar! —Dio un paso adelante, blandiendo
la espada—. ¡Pronto, Señor! —jadeó—. ¡Siga adelante! ¡Adelante! No hay
tiempo que perder. Yo me encargo de él. ¡Adelante!
—Sí, tengo que seguir adelante —dijo Frodo—. ¡Adiós, Sam! Este es el fin.
En el Monte del Destino se cumplirá el destino. ¡Adiós!
Dio media vuelta, y lento pero erguido echó a andar por el sendero
ascendente.