Page 243 - El Retorno del Rey
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Hubo un rugido y una gran confusión de ruidos. Las llamas brincaron lamieron el
      techo.  Los  golpes  aumentaron  y  se  convirtieron  en  un  tumulto,  y  la  montaña
      tembló. Sam corrió hacia Frodo, lo levantó y lo llevó en brazos hasta la puerta. Y
      allí, en el oscuro umbral de los Sammath Naur, allá arriba, lejos, muy lejos de
      las  llanuras  de  Mordor,  quedó  de  pronto  inmóvil  de  asombro  y  de  terror,  y
      olvidándose de todo miró en torno, como petrificado.
        Tuvo una visión fugaz de nubes turbulentas, en medio de las cuales se erguían
      torres y murallas altas como colinas, levantadas sobre el poderoso trono de la
      montaña por encima de fosos insondables; vastos patios y mazmorras, y prisiones
      de muros ciegos y verticales como acantilados, y puertas entreabiertas de acero
      y  adamante;  y  de  pronto  todo  desapareció.  Se  desmoronaron  las  torres  y  se
      hundieron  las  montañas;  los  muros  se  resquebrajaron,  derrumbándose  en
      escombros;  trepó  el  humo  en  espirales,  y  unos  grandes  chorros  de  vapor  se
      encresparon, estrellándose como la cresta impetuosa de una ola, para volcarse en
      espuma sobre la tierra. Y entonces, por fin, llegó un rumor sordo y prolongado
      que  creció  y  creció  hasta  transformarse  en  un  estruendo  y  en  un  estrépito
      ensordecedor; tembló la tierra, la llanura se hinchó y se agrietó, y el Orodruin
      vaciló. Y por la cresta hendida vomitó ríos de fuego. Estriados de relámpagos,
      atronaron  los  cielos.  Restallando  como  furiosos  latigazos,  cayó  un  torrente  de
      lluvia negra. Y al corazón mismo de la tempestad, con un grito que traspasó todos
      los otros ruidos, desgarrando las nubes, llegaron los Nazgûl; y atrapados como
      dardos  incandescentes  en  la  vorágine  de  fuego  de  las  montañas  y  los  cielos,
      crepitaron, se consumieron, y desaparecieron.
      —Y bien, éste es el fin, Sam Gamyi —dijo una voz junto a Sam. Y allí estaba
      Frodo, pálido y consumido, pero otra vez él, y ahora había paz en sus ojos: no
      más  locura,  ni  lucha  interior,  ni  miedos.  Ya  no  llevaba  la  carga  consigo.  Era
      ahora el querido amo de los dulces días de la Comarca.
        —¡Mi amo! —gritó Sam, y cayó de rodillas. En medio de todo aquel mundo
      en  ruinas,  por  el  momento  sólo  sentía  júbilo,  un  gran  júbilo.  El  fardo  ya  no
      existía. El amo se había salvado y era otra vez Frodo, el Frodo de siempre, y
      estaba libre. De pronto Sam reparó en la mano mutilada y sangrante.
        —¡Oh, esa mano de usted! —exclamó—. Y no tengo nada con que aliviarla o
      vendarla. Con gusto le habría cedido a cambio una de las mías. Pero ahora se ha
      ido, se ha ido para siempre.
        —Sí —dijo Frodo—. Pero ¿recuerdas las palabras de Gandalf? Hasta Gollum
      puede  tener  aún  algo  que  hacer.  Si  no  hubiera  sido  por  él,  Sam,  yo  no  habría
      podido  destruir  el  Anillo.  Y  el  amargo  viaje  habría  sido  en  vano,  justo  al  fin.
      ¡Entonces, perdonémoslo! Pues la misión ha sido cumplida, y todo ha terminado.
      Me hace feliz que estés aquí conmigo. Aquí, al final de todas las cosas, Sam.
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