Page 293 - El Retorno del Rey
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Rumbo a casa
P or fin los hobbits emprendieron el viaje de vuelta. Ahora estaban ansiosos por
volver a ver la Comarca; sin embargo, al principio cabalgaron a paso lento, pues
Frodo había estado algo intranquilo. En el Vado de Bruinen se había detenido
como si temiera aventurarse a cruzar el agua, y sus compañeros notaron que por
momentos parecía no verlos, ni a ellos ni al mundo de alrededor. Todo aquel día
había estado silencioso. Era el seis de octubre.
—¿Te duele algo, Frodo? —le preguntó en voz baja Gandalf que cabalgaba
junto a él.
—Bueno, sí —dijo Frodo—. Es el hombro. Me duele la herida, y me pesa el
recuerdo de la oscuridad. Hoy se cumple un año.
—¡Ay! —dijo Gandalf—. Ciertas heridas nunca curan del todo.
—Temo que la mía sea una de ellas —dijo Frodo—. No hay un verdadero
regreso. Aunque vuelva a la Comarca, no me parecerá la misma; porque yo no
seré el mismo. Llevo en mí la herida de un puñal, la de un aguijón y la de unos
dientes; y la de una larga y pesada carga. ¿Dónde encontraré reposo?
Gandalf no respondió.
Al final del día siguiente el dolor y el desasosiego habían desaparecido, y Frodo
estaba contento otra vez, alegre como si no recordase las tinieblas de la víspera. A
partir de entonces el viaje prosiguió sin tropiezos, y los días fueron pasando pues
cabalgaban sin prisa y a menudo se demoraban en los hermosos bosques, donde
las hojas eran rojas y amarillas al sol del otoño. Y llegaron por fin a la Cima de
los Vientos; y se acercaba la hora del ocaso y la sombra de la colina se
proyectaba oscura sobre el camino. Frodo les rogó entonces que apresuraran el
paso, y sin una sola mirada a la colina, atravesó la sombra con la cabeza gacha y
arrebujado en la capa. Por la noche el tiempo cambió, y un viento cargado de
lluvia sopló desde el oeste, frío e inclemente, y las hojas amarillas se
arremolinaron como pájaros en el aire. Cuando llegaron al Bosque de Chet ya las
ramas estaban casi desnudas, y una espesa cortina de lluvia ocultaba la Colina de
Bree.
Así fue como hacia el final de un atardecer lluvioso y borrascoso de los
últimos días de octubre, los cinco jinetes remontaron la cuesta sinuosa y llegaron
a la puerta meridional de Bree. Estaba cerrada; y la lluvia les azotaba las caras y
en el cielo crepuscular las nubes bajas se perseguían. Y los corazones se les
encogieron, porque habían esperado una recepción más calurosa.
Cuando hubieron llamado varias veces, apareció por fin el Guardián, y vieron
que llevaba un pesado garrote; los observó con temor y desconfianza; pero