Page 48 - El Retorno del Rey
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—Los acepto de todo corazón —dijo el rey, y posando las manos largas y
      viejas sobre los cabellos castaños del hobbit, le dio su bendición.
        —¡Y ahora levántate, Meriadoc, escudero de Rohan de la casa de Meduseld!
      —dijo—. ¡Toma tu espada y condúcela a un fin venturoso!
        —Seréis para mí como un padre —dijo Merry.
        —Por poco tiempo —dijo Théoden. Hablaron así mientras comían, hasta que
      Éomer dijo:
        —Se acerca la hora de la partida, Señor. ¿Diré a los hombres que toquen los
      cuernos? Mas ¿dónde está Aragorn? No ha venido a almorzar.
        —Nos  alistaremos  para  cabalgar  —dijo  Théoden—;  pero  manda  aviso  al
      señor Aragorn de que se aproxima la hora.
        El rey, escoltado por la guardia y con Merry al lado, descendió por la puerta
      del  Fuerte  hasta  la  explanada  donde  se  reunían  los  jinetes.  Ya  muchos  de  los
      hombres esperaban a caballo. Serían pronto una compañía numerosa, pues el rey
      estaba  dejando  en  el  Fuerte  sólo  una  pequeña  guarnición,  y  el  resto  de  los
      hombres  cabalgaba  ahora  hacia  Edoras.  Un  millar  de  lanzas  había  partido  ya
      durante la noche; pero aún quedaban unos quinientos para escoltar al rey, casi
      todos los hombres de los campos y valles del Folde Oeste.
        Los  montaraces  se  mantenían  algo  apartados,  en  un  grupo  ordenado  y
      silencioso, armados de lanzas, arcos y espadas. Vestían oscuros mantos grises, y
      las capuchas les cubrían la cabeza y el yelmo. Los caballos que montaban eran
      vigorosos y de estampa arrogante, pero hirsutos de crines; y uno de ellos no tenía
      jinete:  el  corcel  de  Aragorn,  que  habían  traído  del  Norte,  y  que  respondía  al
      nombre de Roheryn.  En  los  arreos  y  gualdrapas  de  las  cabalgaduras  no  había
      ornamentos ni resplandores de oro y pedrerías; y los jinetes mismos no llevaban
      insignias ni emblemas, excepto una estrella de plata que les sujetaba el manto en
      el hombro izquierdo.
        El  rey  montó  a  Crinblanca,  y  Merry,  a  su  lado,  trepó  a  la  silla  del  poney,
      Stybba  de  nombre.  Éomer  no  tardó  en  salir  por  la  puerta,  acompañado  de
      Aragorn, y de Halbarad que llevaba el asta enfundada en el lienzo negro, y de
      dos hombres de elevada estatura, ni viejos ni jóvenes. Eran tan parecidos estos
      hijos de Elrond, que muchos confundían a unos con otros; de cabellos oscuros,
      ojos grises, y rostros de una belleza élfica, vestían idénticas mallas brillantes bajo
      los mantos de color gris plata. Detrás de ellos iban Legolas y Gimli. Pero Merry
      sólo tenía ojos para Aragorn, tan asombroso era el cambio que notaba, como si
      muchos  años  hubiesen  descendido  en  una  sola  noche  sobre  él.  Tenía  el  rostro
      sombrío, macilento y fatigado.
        —Me siento atribulado, Señor —dijo, de pie junto al caballo del rey—. He
      oído  palabras  extrañas,  y  veo  a  lo  lejos  nuevos  peligros.  He  meditado
      largamente, y temo ahora tener que cambiar mi resolución. Decidme, Théoden,
      vais ahora al Sagrario: ¿cuánto tardaréis en llegar?
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