Page 204 - Vive Peligrosamente
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podíamos escoger; debíamos limitarnos a cumplir órdenes. No se nos
          preguntaba nuestra opinión cuando "los de arriba" tomaban una decisión.
          Pero teníamos la obligación de continuar combatiendo con todas nuestras
          fuerzas hasta que la guerra, equivocada o no, llegara a su fin.
            Regresaba a la patria con una certeza: el soldado alemán era un hombre
          que debía ser  mandado con conciencia, precisaba de una asistencia
          adecuada y  de un estímulo ejemplar para no desanimarse cuando se
          encontraba en situaciones difíciles. Y si todo esto le fallaba, podía
          desmoralizarse fácilmente y hundirse en la desesperación. El simple
          soldado estaba dispuesto a obedecer ciegamente las órdenes que recibía de
          los mandos, siempre y cuando tuviera plena confianza en sus superiores.
            Tres días y  medio de  marcha necesitó nuestro tren para llegar a
          Smolensko. Una vez allí, se nos dio comida caliente, pudimos beber y nos
          asignaron varios médicos  y enfermeras para atender a los heridos. Pero
          tuvimos cinco muertos que nuestro médico no pudo salvar. Sabíamos que
          había pasado lo peor. A partir de allí viajamos más de prisa y disfrutamos
          de  más  comodidades. A los tres días  los heridos estaban hospitalizados,
          parte de ellos en Polonia y parte en el Reich. Accediendo a mi ruego, yo fui
          destinado a un hospital de Viena, mi ciudad natal.
            Me negué a que me operasen, a pesar de que los médicos decían que era
          necesaria una intervención quirúrgica.  No tenía ganas de dejarme  abrir,
          pensando que ya habría tiempo para ello. Más tarde una cura de reposo en
          el hospital de Karlsbad me restablecería por completo. Era un claro "G. V.
          H." (apto para el servicio de guarnición en la Patria).
            Al darme de alta me concedieron un permiso, y me dispuse a disfrutar
          de todos los placeres que  me ofrecía mi querida  ciudad de Viena. Los
          teatros continuaban funcionando como en los tiempos de paz. Lo único que
          hacía recordar que estábamos en guerra eran los uniformes que vestían
          muchos de los hombres que se sentaban en las butacas.
            Mas aquella agradable temporada tuvo un brusco final. Mi padre, que
          contaba setenta y cinco años, enfermó gravemente. Tengo la seguridad de
          que se  sintió  muy confortado por tener, al  menos, un hijo a su lado. Mi
          hermano también estaba en el Ejército y no le dieron permiso para poder ir
          a verle. Después de ocho días de penosa enfermedad, la vida de mi padre se
          extinguió. Nunca pude saber cuáles fueron sus pensamientos acerca del
          futuro. Pero estoy convencido de que confiaba en que la guerra terminaría
          satisfactoriamente y de que nosotros, sus hijos, podríamos disfrutar de una
          nueva "época dorada".
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