Page 200 - Vive Peligrosamente
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guardé mucho de mencionar mis constantes dolores de cabeza! En
          consecuencia, el concienzudo doctor  me declaró incapacitado para el
          servicio en el frente.
            Me dijeron que debía de regresar a  la patria lo antes posible para
          tratarme a fondo la afección que tenía en la vesícula biliar. Estuve dudando
          en si debía pedir o no que me dejasen con mis hombres; pero me di cuenta
          de que no podría resistir mucho  tiempo aquellos  cólicos hepáticos. Y
          estimé que lo mejor era que siguiese los consejos del médico.
            La noche de aquel  mismo día debía  salir de la ciudad un tren que
          transportaba heridos. Me nombraron comandante del convoy, ya que podía
          tenerme en pie. Me causó sorpresa  el  hecho de que la línea ferroviaria
          hubiera sido reparada hasta  aquel  punto. ¡Nuestros zapadores eran
          formidables!
            Sentía la cabeza pesada como consecuencia de las inyecciones que me
          habían puesto; pero pude dormir.
            Poco antes de la partida escribí una carta a  mi comandante
          despidiéndome de él. Se la di a mi  asistente con la orden de que se la
          entregase personalmente y en  mano. (Parece ser que aquella  carta nunca
          llegó a destino).
            Me despertaron a medianoche y me llevaron al tren. Estaba compuesto
          por vagones viejos y deteriorados que apenas servían para lo que estaban
          destinados. Las puertas de los compartimientos se abrían por fuera; los
          vagones iban unidos el uno al otro por una tabla de madera muy endeble. El
          convoy era  muy largo.  Casi no pude orientarme en  medio de tanta
          oscuridad,  ya que no se  podía encender ni una sola luz a causa de los
          aviones enemigos, que no dejaban de hacer vuelos de observación y ataque.
            Me busqué un sitio en el primer compartimiento. Y éste se fue llenando
          hasta quedar abarrotado. Hacía tanto frío, que aquel forzoso amasijo
          humano no se nos hizo desagradable. Coloqué mi exiguo equipaje donde
          pude y me dispuse a cumplir mis obligaciones de comandante del convoy.
          Pero como,  de pronto, el tren se puso en  marcha,  me vi bloqueado e
          incapacitado de hacer nada.
            La noche pasó con pavorosa lentitud; a nadie se le ocurrió la idea de
          dormir. A pesar del intenso frío reinante, la atmósfera se hizo irrespirable
          en el abarrotado vagón. Pasamos la  noche sentados sobre el duro suelo,
          echados o de pie, prensados como sardinas. Muchos de mis compañeros
          padecían congelaciones dolorosas; otros habían sido heridos por bala o por
          trozos de metralla que habían perforado su piel. Tuve la impresión de que
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