Page 198 - Vive Peligrosamente
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discutían con el encargado de la Intendencia. Pude enterarme de que aquel
          granero estaba completamente abarrotado de prendas de invierno, idénticas
          a las que nosotros llevábamos desde  hacia ya dos semanas. Allí había
          gruesas guerreras perfectamente guateadas y pantalones que hacían juego
          con aquéllas. Las prendas eran blancas por dentro; tenían una entretela bien
          guateada; su exterior era del color de nuestro camuflaje. El encargado del
          vestuario se negaba a entregar las prendas, porque le habían ordenado que
          no lo hiciera. Le pregunte:
            –¿Sabe usted que la zona debe ser completamente abandonada mañana,
          y ha tenido  usted en cuenta que el  vestuario puede caer en  manos del
          enemigo?
            –Sí, señor –me contestó–; me han ordenado abandonar la plaza dentro
          de dos horas. Pero antes de partir,  incendiaré el granero, para que las
          prendas no caigan en poder de los rusos.
            Y pareció quedarse satisfecho.
            Ordené al suboficial que abandonara el lugar sin incendiarlo. Al darse
          cuenta, por el tono de mi voz, que mi orden no admitía réplica, se apresuró
          a obedecerme.
            A partir de  aquel  momento, todo soldado que pasaba por allí era
          equipado convenientemente, con orden o sin ella. ¡Afortunadamente, no
          había en nuestro ejército  muchos suboficiales tan cabezotas  como aquél!
          Pero los había.
            Más tarde nos enteramos de que muchos suboficiales que no habían sido
          capaces de tomar una decisión por sí  mismos en  momentos como  aquél,
          habían tenido que comparecer ante un Consejo de Guerra y fueron fusilados
          por orden directa del mismo Hitler.
            Creo que el Führer, al dar tales órdenes, obró con acierto, porque la
          mayoría de los intendentes eran responsables de la vida y de la salud de
          muchos de nuestros camaradas.
            Aquel mismo día me crucé con un general, cuyo coche estaba aparcado
          a un lado del camino, el cual contemplaba completamente atónito el caos
          que tenía ante su vista.
            A  medida que nos retirábamos, íbamos cruzándonos con grupos de
          hombres que iban perdidos, a la deriva. Cada vez me costaba más trabajo
          mantener unida nuestra columna. Afortunadamente, el suelo del camino por
          el que marchamos era lo suficientemente resistente para soportar el peso de
          nuestros vehículos. Pero aquel detalle no bastaba para alegrarme, ya que me
          sentía anonadado por el espectáculo que contemplaban mis ojos  de
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