Page 194 - Vive Peligrosamente
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Como nos era imposible, a causa de la dureza del helado suelo, enterrar
a los muertos, íbamos amontonándolos en la iglesia. El espectáculo era
aterrador. Los brazos y las piernas que, en el momento de la muerte, habían
quedado retorcidos, se congelaron, lo que impidió recobrasen su postura
normal. En el caso de que hubiésemos pretendido darles aquella posición
habríamos tenido que romper aquellos miembros por las articulaciones para
que nuestros muertos ofrecieran "la placidez de la muerte". Y digo esto
último por citar una frase hecha. Los ojos miraban al cielo, petrificados,
congelados por el frío. Más tarde abríamos grandes agujeros en la costra de
hielo para enterrar en ellos a los muertos de uno o dos días de combate.
Volví a enfrentarme con la indiferencia de los rusos ante la propia suerte
y la muerte de sus semejantes. Nos causaba tanta sorpresa en muchas
ocasiones su forma de actuar, que nos parecía que estábamos soñando.
Voy a relatar algunos ejemplos.
Al entrar en el pueblo, en una choza encontramos a un soldado ruso que
dormía tranquilamente en su interior, al pie de la estufa. Cuando, sin
muchas consideraciones, le despertamos, no demostró estar asustado ni
sorprendido. Se limitó a ponerse en pie y, alzando los brazos, esperó que le
despojásemos de sus armas; salió de la "isba" y se colocó dando la espalda
frente al muro de aquélla. Nuestro intérprete le preguntó por qué adoptaba
aquella posición. El soldado ruso respondió que le habían dicho que los
soldados alemanes fusilaban en el acto a todos los soldados del Ejército
soviético que cogían prisioneros. Añadió que ya no podía soportar por más
tiempo el verse separado de su familia que vivía en la Rusia blanca, muy
lejos del lugar donde se encontraba. Por tal razón nos había esperado. ¡Para
que le diéramos la muerte que tanto deseaba!
¡Qué extraña mezcla de sentimentalismo y añoranza, unida a una total
indiferencia ante la muerte! ¡Sólo puede darse en el alma eslava!
Otro caso: la primera noche que pasamos en aquel pueblo, fuimos
despertados por un alarido infrahumano. Habíamos accedido a que la
anciana dueña de la casa en la que nos alojábamos pasara la noche en una
pequeña estancia de la misma; nosotros nos sentimos satisfechos al poder
acostarnos sobre el suelo de la habitación principal. Al oír aquel terrible
quejido, buscamos y rebuscamos por toda la casa. Hasta que encontramos a
un hombre que yacía sobre un montón de andrajos, casi empotrado en un
pequeño espacio existente entre la estufa y la pared. A la pregunta que le
hicimos, respondió la mujer así: