Page 193 - Vive Peligrosamente
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edificios industriales de Moscú. A mí me encomendaron que con mi unidad
asegurara el suministro de agua, y me hicieron responsable del perfecto
funcionamiento de tan importante servicio. La posibilidad de poder dar fin
a tan incomparable y sangrienta campaña reanimó nuestras deterioradas
fuerzas.
Conquistamos un pequeño pueblo. Creo que se llamaba Nikolaiew.
Estaba a quince kilómetros al nordeste de Moscú. Desde él, en días claros,
podíamos ver las torres de las iglesias, y los cañones de nuestras baterías
bombardeaban constantemente los suburbios de la capital de Rusia.
Pero nos dimos cuenta de que había llegado el momento de parar
nuestra ofensiva. La unidad vecina a la nuestra, División de "panzers"
número 10, sólo disponía de diez tanques. La mayor parte de nuestra
artillería pesada carecía de remolques de arrastre y los camiones debían
remolcarlas trabajosamente a través de los campos. Ahora bien, sabíamos
igualmente que el enemigo estaba al límite de sus fuerzas, exactamente
igual que nosotros. Por ello mismo, la imposibilidad de continuar
avanzando nos causó una inmensa sensación de impotencia, un sentimiento
deprimente, más doloroso que cualquier derrota.
¡La meta, nuestra anhelada meta, estaba muy cerca de nosotros y no
podíamos alcanzarla!
Aunque, mientras tanto, habían caído unos treinta centímetros de nieve,
no por ello perdió el frío su cruda intensidad. Siempre que podíamos nos
refugiábamos en las casas; y los que montaban las guardias y escuchas,
tenían que ser relevados cada media hora, pues no disponíamos de ninguna
protección para evitarles el frío.
La 257 División de Infantería, que estaba a nuestro flanco derecho, era
el punto débil de nuestro sector de frente. De tal cosa no tardó en darse
cuenta el mando ruso. Cada noche, al amparo de la oscuridad, era atacada.
Sus avanzadillas cedieron, y nuestro flanco derecho quedó desguarnecido,
sin defensa. A partir de aquel momento, las tropas soviéticas aprovechaban
las brumas de los amaneceres para llegar hasta nuestras posiciones,
penetrando, incluso, hasta el acantonamiento de inmediata retaguardia que
ocupábamos. Cotidianamente nos despertaban los tiroteos que se extendían
de casa en casa, de calle en calle. Cada uno de nosotros tomaba su
armamento, fusil o pistola ametralladora; cruzábamos a gatas la puerta y
participábamos en la lucha. Las escaramuzas de aquellos días entre las
casas, con una temperatura de treinta grados bajo cero, constituían nuestra
gimnasia matutina.