Page 246 - Vive Peligrosamente
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llegué a conocer. Su personalidad ejercía una gran influencia sobre los
soldados que tenían ocasión de tratarle; ella sobresalía sobre sus cualidades
de soldado. En cambio, el mayor Westfal, su ayudante más inmediato, era
el típico oficial joven, de "la última hornada", muy inteligente y comedido
en todos sus gestos.
Cuando terminamos de cenar nos dirigimos al "hall", donde nos
sirvieron el café. Me reuní con unos cuantos oficiales jóvenes. Nuestra
conversación giró en torno al tema del día: la caída del Duce. Uno de los
oficiales dijo que había preguntado a un alto jefe del Ejército italiano si
sabía dónde se encontraba Mussolini en aquellos momentos. Como puede
suponerse, fui "todo oídos".
Impulsivo como yo era, se me escapó decir:
–No creo que podamos confiar en tal información.
Mi frase fue oída por el mariscal Kesselring, que estaba sentado detrás
de nosotros. Parecía muy enfadado cuando tomó la palabra para decir:
–Sin embargo, yo creo en ella. No tengo motivos para dudar de la
palabra de honor de un oficial italiano. Considero que sería mucho mejor
pensase como yo.
Enrojecí de vergüenza y me propuse que, en lo sucesivo, no
exteriorizaría mis opiniones.
Al día siguiente fuimos recibiendo noticias del aterrizaje de la División
de paracaidistas. Los primeros aparatos tomaron tierra en Pratica di Mare,
un aeropuerto situado al sudoeste de Roma, en la mismísima costa.
El general Student me acompañó hasta el aeródromo para dar las
órdenes pertinentes. Vimos un imponente planeador que volaba sobre el
aeródromo. No era muy veloz pero sí consistente, del tipo "Gigant". Era tan
grande, que su "barriga" tenía el suficiente espacio para transportar un
"Panzer".
Mi unidad no había llegado aún. La idea de esperar hasta el día siguiente
se me hizo insoportable. Recibimos noticias de que el convoy aéreo había
sido atacado por cazas enemigos; y me informaron de que habíamos sufrido
muchas pérdidas, tanto de hombres como de aparatos. Me sentí egoísta,
como jefe de unidad que era. Por ello no pude evitar el pensar:
"¡Ojalá que mis hombres se encuentren a salvo!"
Afortunadamente, recibí buenas noticias al día siguiente. Me apresuré a
dirigirme al aeródromo. Allí encontré a todos mis hombres, que se
mostraron alegres y satisfechos. Posiblemente no me expreso