Page 242 - Vive Peligrosamente
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palabra. Sólo el futuro podría probar si estaba capacitado para realizar lo
que me proponían hacer.
Ya no quedaba tiempo para dormir. Eran las seis de la mañana. En
pijama salí al pasillo y "cazé" a un ordenanza que me enseñó dónde estaba
la ducha. Me lavé concienzudamente, dejando que el chorro de agua se
deslizase por todo mi cuerpo. Me encontré mejor, y olvidé mis
pensamientos durante media hora.
Entré en la casa de té a las siete menos cuarto: había ordenado que un
coche me llevara al aeropuerto a las siete y media, porque el general
Student dormía en otro sitio. Tenía un hambre de lobo y engullí todo lo que
me llevaron los ordenanzas. Comí por dos días, incluso por lo que no pude
comer el día anterior. De los prados del jardín se desprendía el rocío de la
noche, dejándose acariciar por los rayos solares. ¡Había llegado el
momento! Todo mi equipaje era mi cartera de documentos. Antes de partir
recibí un telegrama que me confirmó la salida de mis hombres.
Me llevaron a otro aeropuerto que estaba, casi, en la cima de una
montaña. Pensé que ofrecía un indicadísimo objetivo para un ataque aéreo
enemigo. Era un milagro que no hubiese tenido lugar.
Unos minutos después de mi llegada al campo de aviación, me encontré
con el general Student. Me enteré que había pernoctado en el Cuartel
General de la Luftwaffe. Vimos que estaba preparado un bimotor "He–
111", lo que me hizo comprender que el vuelo sería más rápido que el que
yo había hecho el día anterior Con nuestro viejo y querido "Junker". El
piloto, al que me presentaron, era el capitán Gerlach, piloto personal del
general Student.
Antes de subir al avión, tuve que vestir un mono forrado de piel en la
barraca del comandante; y al llegar al aparato, completaron mi uniforme
Con un gorro. Me sentía dichoso. Sabía que si el tiempo continuaba siendo
bueno el viaje sería una verdadera delicia.
Nos introdujimos en el "vientre" del avión. Los pilotos, el
radiotelegrafista y el artillero ocupaban ya sus puestos. Nos preparamos
para despegar. El avión tomó cada vez mayor velocidad y puso su proa
hacia el Sur. Los azules lagos, los frondosos bosques nos dieron la
despedida. Y empezamos a volar a una velocidad de 270 kilómetros por
hora y a tres mil metros de altura.
El ruido de los motores era tan ensordecedor que no pude sostener una
conversación Con el general Student; me limité, solamente, a informarle
que mis hombres de Berlín ya estaban preparados y habían salido en