Page 238 - Vive Peligrosamente
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sur de Francia; una vez  allí se incorporarían a la primera División de
          paracaidistas para reunirse conmigo en Roma después.
            Al quedar de acuerdo sobre todos los puntos, le dije:
            –Ya veremos en Roma cómo se resuelven los demás problemas.
            –Creo que nuestra  colaboración dará resultados. Duerma bien y hasta
          mañana por la mañana.
            Tales fueron las palabras con las que el general se despidió de mí.
            Me avisaron de que me llamaban por  teléfono. Al  otro lado del hilo
          escuché la voz excitada del teniente Rald, que clamaba:
            –¿Qué sucede? ¡Estamos sobre ascuas esperando sus noticias!
          ¡Explíquese, explíquese de una vez!
            –Debemos  salir para cumplir una  misión a primeras horas del día de
          mañana. No puedo informarle sobre nada más. Necesito tiempo para pensar
          tranquilamente en todos los detalles. Ya volveré a llamarle más tarde. Por
          el momento, sólo le digo  que se tranquilice. Tenga preparados todos los
          vehículos necesarios para transportar  a cincuenta  de nuestros  hombres.
          Escoja los mejores de ellos  y procure que todos  sepan hablar italiano.
          Propóngame los oficiales que crea debo llevar para esta misión. También
          opinaré yo  sobre esta cuestión. Es  preciso que los soldados vayan
          perfectamente equipados y que se  disponga todo aquello que pueda
          precisarse en un caso de emergencia. Todo debe estar dispuesto a las cinco
          de la mañana. Volveré a llamarle cuando haya pensado otra vez todos los
          detalles.
            Me sentí contento de "pescar" a un oficial en la casa de té. Entonces
          ignoraba que los habitantes del Cuartel General velaban hasta altas horas de
          la madrugada.
            Le rogué pusiera a mi disposición un despacho que tuviera teléfono, así
          como un  mecanógrafo que pudiera anotar  mis órdenes y ayudarme a
          transmitirlas a mis hombres. No tardé en tener ante mí una señorita vestida
          con un bello traje gris. Lo primero que hizo fue preguntarme si ya había
          cenado  y, acto seguido,  desapareció, volviendo a aparecer, al poco rato,
          acompañada por un ordenanza que iba cargado con una bandeja repleta de
          sabrosos  manjares. Sólo  pude beber  unas cuantas tazas de  café  y comer
          unas tostadas de pan. Estaba demasiado nervioso para pensar en  mi
          estómago.
            Me obligué a concentrarme y hacer cálculos sobre la cantidad de
          material que necesitaba  para suministrar a  mis cincuenta hombres los
          pertrechos, armas y explosivos necesarios. Hice mi trabajo de una forma
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