Page 280 - Vive Peligrosamente
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contra el mal estado del tiempo. Hasta el último momento esperamos a que
llegaran a tiempo los planeadores. Pero nuestras esperanzas fueron vanas.
El general italiano, que acudió puntualmente a la cita, recibió el ruego
de comparecer, el día siguiente a las ocho de la mañana, en el aeródromo de
Pratica di Mare. No nos quedó más remedio que retrasar la hora de nuestra
operación.
La nueva hora X se fijó para las catorce horas del domingo 12 de
septiembre, porque no podíamos permitirnos el lujo de perder un día entero.
Aquel retraso nos obligó a modificar algunos detalles de nuestro plan y
menguó nuestras ya escasas probabilidades de éxito. El aterrizaje sería
mucho más difícil debido a lo avanzado de la hora, el mediodía; las
corrientes de aire serían más peligrosas, y la acción de los que debían de
ocupar el valle resultaba más difícil por tener que ser ejecutada a plena luz
diurna y, tal vez, a la vista de gran número de testigos. No se nos escapaba
que estábamos forzados a enfrentarnos con un sinfín de imprevistos que,
dadas las nuevas circunstancias, tenían que ser resueltos sin dilación.
La tarde del 11 de septiembre, sábado, visité el olivar de un convento de
Frascatti, en el que mis hombres habían levantado sus tiendas de campaña.
Había decidido utilizar los servicios de voluntarios exclusivamente para
llevar a cabo tan arriesgada como difícil empresa; pero debía darles a
conocer el peligro que iban a correr. Me presenté ante mis hombres y les
hice un pequeño discurso:
–Ha pasado un largo tiempo de espera –les dije–; mañana cumpliremos
una misión que no tiene nada de fácil y es de suma importancia. La orden
me ha sido transmitida, personalmente, por Adolf Hitler. Debo reconocer
que, seguramente, habrá muchas bajas y que no podré evitar tal
contingencia. Dirigiré las operaciones personalmente y os prometo que haré
todo lo posible para velar por vosotros. Sé que si todos nos ayudamos
mutuamente podremos salir victoriosos. El que quiera ofrecerse voluntario,
que dé un paso al frente.
Me proporcionó inmensa alegría comprobar que ni uno solo de mis
hombres deseaba quedarse en tierra. Poco después, mis oficiales, el jefe de
la segunda compañía de paracaidistas y yo, tuvimos que hacer frente a un
serio problema: el de escoger a los hombres que pensaba llevarme
conmigo. No podía llevar a todos; sólo tenían que ser ciento ocho.
Permanecí algunas horas en el campamento y me satisfizo mucho el
ambiente de alegría que reinaba entre mis hombres.