Page 281 - Vive Peligrosamente
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Ya había ultimado todos los detalles con el jefe del Batallón de
paracaidistas que tenía la misión de apoderarse de la estación del valle; le
transmití las órdenes que el general Student me había dado para él. La
noche de aquel mismo día el Batallón marchó hacia su incierto destino. ¡La
suerte estaba echada! Ciertos rumores afirmaban que el Duce había
abandonado el territorio italiano a bordo de un buque de guerra, que había
zarpado del puerto de La Spezzia, y que se encontraba en el norte de
África, en calidad de prisionero de guerra.
La noticia, lanzada por los aliados, nos proporcionó un gran susto.
Después de haber vencido la primera impresión y de dominar la idea de que
volvíamos a llegar demasiado tarde, repasé los mapas marítimos y todos los
datos sobre los últimos acontecimientos acaecidos hasta la fecha. Como
sabíamos el momento exacto en que una parte de la flota italiana había
abandonado el puerto de La Spezzia, pude calcular que, incluso en el caso
de que se tratara de un buque superrápido; no habría tenido tiempo de llegar
a África. Por lo tanto, indudablemente las noticias que los aliados habían
transmitido por radio eran completamente falsas; estaban destinadas a
confundirnos. Tomamos la decisión de actuar al día siguiente, a pesar de
los rumores que circulaban. Los acontecimientos se encargaron de
demostrar que estábamos acertados.
¿No era comprensible que, a partir de aquellos momentos, no diera
crédito a ninguna noticia difundida por los aliados?
El domingo, 12 de septiembre de aquel año, a las cinco de la
madrugada, formando una columna cerrada, nos dirigimos al aeródromo.
Una vez en él, nos enteramos de que los planeadores no aterrizarían hasta
las diez.
Volví a pasar revista a todos mis hombres; comprobé que sus armas se
encontraban en perfecto estado. También inspeccioné nuestras provisiones,
que debían bastarnos para cinco días. Las aumenté con varias cajas de fruta
fresca, y a la sombra de las barracas y de varios árboles, el ambiente era el
de la vida alegre del campo. No obstante, la tensión que suele preceder al
cumplimiento de cualquier misión flotaba en el aire; tanto mi ayudante
como yo, hicimos todo lo que pudimos para que no degenerase en
nerviosismo.
Mientras tanto, las manecillas de mi reloj marcaban las ocho y media. Y
el general italiano aún no se había presentado. Ello obligó a que Radl se
dirigiese a Roma lo antes posible. Le ordené que me lo trajera sin pérdida
de tiempo, empleando la fuerza si lo consideraba necesario. Aunque añadí: